Por Álvaro Molina Villegas
El 10 de octubre de 1986, Rosa Sánchez se levantó antes de las 4 de la mañana a preparar empanadas, posta sudada, arepas y chorizos con la ilusión de empezar una nueva vida. Ese día abría por primera vez su propio negocio en un local diminuto con dos mesas en todo el alto de las Palmas. Como todos los que emprenden una aventura, la atacaban las mariposas en el estómago que se confundían con las pataditas de Juan Felipe que, estaba segura, nacería ese día, como pasó pocas horas después.
Ayer, 38 años más tarde, me lo contaba con la misma emoción que le da cada vez que habla del que empezó como muchos emprendimientos que nacen diminutos. No sé imaginaba que en unos años se convertiría en uno de los restaurantes más queridos del país: Asados Doña Rosa.
Pasaron 15 años mientras crecían sus hijos y su negocio, hasta la mañana que leyó en EL COLOMBIANO que se confirmaba la construcción de la doble calzada. A pesar de estar convencida de que la vía pasaría por encima de su sueño, en vez de asustarla, la noticia la empujó a seguir adelante. Así son esas mujeres del campo de racamandaca que entienden desde chiquitas que la vida es un desafío constante.
A los 5 años sus papás se separaron y la mandaron para un orfanato en Yarumal en donde estuvo 10 años al cuidado de unas monjitas, a las que todos los días les agradece su formación. Atacada por los recuerdos de su niñez, a los 15, cuando todas las niñas celebran, ella decidió venirse a deshacer los pasos y buscar a sus papás, para descubrir que los dos tenían otras familias en las que no encajó. Nunca se amilanó y más bien empezó a trabajar desde muy joven en casas de familia, hasta que aterrizó en un restaurante en pleno Guayaquil, en donde conoció al papá de sus hijos. De allí salieron a manejar Los Alticos (donde hoy es Lemont), uno de los arranques obligados de la vuelta a oriente, cuando los estaderos se contaban en los dedos de la mano.
Pasados unos años, se dio cuenta de que casi al frente estaban arrendando el que fue su primer local y no dudó en abrir allí su negocio que al poco tiempo colapsaba la vía con las filas interminables de camioneros, buseros y volqueteros que la volvieron famosa y yo que paraba sin falta a desayunar antes del amanecer camino a las pesquerías.
Unos años después de que sucumbiera la relación con el papá de sus hijos, entra Don Alcides a la historia. Resulta que el local, que fue inicialmente una invasión que legalizaron con los años, se encontraba en el lindero de la finca del Dr. Juan Guillermo Restrepo, papá del inolvidable Nicanor, en donde Alcides Gutiérrez era mayordomo.