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Al profesor Samuel Paty lo degollaron cerca de París. Era viernes 16 de octubre de 2020, el último día de clases antes de las vacaciones de Todos los Santos en Francia. Sus estudiantes, residentes de Conflants-Sainte-Honorine, un pequeño municipio de 35.000 habitantes al noroeste de la capital, recordaron a medios locales que Paty los despidió ese día con un hasta luego, un “nos veremos en el regreso” que nunca llegó. Su cuerpo mutilado fue hallado a unas cuantas cuadras de la escuela en la que enseñaba.
El atacante, un joven de 18 años, gritó “Allahu Akbar” (Dios es el más grande) antes de recibir nueve tiros de los policías. “Ha querido abatir a la República, sus valores, la luz, la posibilidad de hacer de los niños ciudadanos libres. Esa es nuestra batalla, y es existencial”, lamentaba entonces, con tono de soldado herido, el presidente francés, Emmanuel Macron. Reinauguraba un debate que toca los cimientos de Francia.
Paty fue asesinado después de que mostrara en clase caricaturas satíricas de Mahoma, en relación con una lección sobre libertad de expresión. Menos de tres días después de su muerte, Macron contraatacó. “El miedo va a cambiar de bando”, dijo dando inicio a la batalla. El Gobierno puso en el punto de mira a 51 asociaciones islamistas en busca de “enemigos de la República”. El lenguaje del presidente, plagado de llamados a la guerra, a la supervivencia o a la existencia, fue apenas un aviso. El 9 de diciembre de ese año presentó su mayor apuesta: el “proyecto de ley que reafirma los principios republicanos”.
La ley, aprobada en primer debate el pasado 16 de febrero en la Asamblea Nacional con 347 votos a favor, 151 en contra y 65 abstenciones, introduce cambios en viejas y fundamentales normas francesas como la de 1905 sobre la separación de las Iglesias y el Estado. A partir del control a mezquitas y asociaciones, la prohibición de la educación en casa desde los tres años y la persecución de la incitación y reproducción del odio, Macron espera detener en Francia eso que ha llamado el “separatismo islam”.
¿Separatismo?
La primera vez que Macron pronunció “separatismo” estaba en el Pantheon, a la sombra de los próceres de Francia. Era 4 de septiembre de 2020, más de un mes antes de la muerte de Paty. Su voz resonó en una ceremonia en la que cada movimiento, palabra y tono parecía calculado. Lideraba la nacionalización de cinco nuevos ciudadanos de entre 35 y 48 años, todos hijos de inmigrantes. Enumeró y llenó de simbolismo la vida de aquellos nacidos fuera del país que llegaron a él a hacerlo grande.
Pasó por Marie Curie, que nació y creció en Polonia; y llegó hasta Gisele Halimi, activista del derecho al aborto y la criminalización de la violación, llegada a París de un barrio de Túnez, en donde su padre musulmán la escondió varias semanas por vergüenza de que no fuera hombre. De la libertad, de la igualdad y del mito de ser francés, giró a los deberes y, por qué no, a las renuncias que implica serlo.
“Las reglas de la República son siempre superiores a las reglas particulares. Por esta razón en Francia nunca habrá sitio para aquellos que, a menudo en nombre de Dios, a veces con la ayuda de potencias extranjeras, intentan imponer la ley de un grupo. La República, puesto que es indivisible, no admite ninguna aventura separatista”. No se refería a un asunto de dimensión territorial, su alusión fue entendida de inmediato como una advertencia a aquellos que se alejen de la identidad de lo que significa ser francés.
No hubo menciones, en ese discurso, al islam. Se sobreentendía que aquello que Macron llamó ese día separatismo ya era nombrado como comunitarismo, una suerte de comunidades, muchas musulmanas, en las periferias de París en donde miles de inmigrantes y su descendencia se han replegado alrededor de una identidad y vida basada en su religión. Una realidad que Francia teme esté creando sociedades paralelas, lugares en los que las reglas de la República se someten a las de la religión y la fe.
En Francia viven 6 millones de musulmanes. Según el prestigioso centro de Investigaciones Pew Research Center, representan casi el 9% de la población total. Hacia 2050 serán entre el 12% y el 18%. La inmigración, iniciada desde la década de los 50, ha puesto a prueba un modelo de integración que se basó durante años en que los llegados abrazaran la laicidad como el camino para convivir en sociedad. Entendida hoy como fundamento de lo que es ser francés, la laicidad está en el centro del debate.
La neutralidad del Estado
El primer desafío a la República, entendida así, llegó en 1989 y apuntó al corazón de Francia: las escuelas públicas, el lugar en el que el Estado enseña los valores fundamentales de la ciudadanía. Unas alumnas musulmanas del colegio Gabriel Havez, de Creil, ciudad al norte de París, se negaron a acudir a clase con la cabeza descubierta. Portaban el velo islámico, un símbolo religioso en el templo de la laicidad francesa. Dos corrientes de pensamiento dominaron entonces, y lo siguen haciendo ahora, el debate público.
“La primera considera que la laicidad significa la ausencia de todo signo y manifestación religioso en el seno de las instituciones revestidas de algún tipo de autoridad pública. Para la otra postura, en cambio, la laicidad en el medio escolar implica únicamente que los maestros y profesores no manifiesten sus creencias religiosas y que la enseñanza no esté sesgada en función de dichas creencias”, explica Carmen Innerarity, doctora en Filosofía y Letras por la Universidad de Navarra en “La polémica sobre los símbolos religiosos en Francia. La laicidad republicana como principio de integración”.
El caso es fundamental porque revela las tensiones entre la identidad que apela a la religión, eso que Macron ha llamado “separatismo”; y la idea de una ciudadanía francesa. Innerarity define esta segunda, apoyada en diversos autores, como una visión que “(...) trasciende las pertenencias comunitarias, confesionales o étnicas”; que “(...) declara ilegal cualquier tipo de lealtad étnica, cultural o religiosa”; una suerte de “(...) universalidad frente a la particularidad, neutralidad frente a la diversidad procedente del multiculturalismo. Es la afirmación de un estado universal en el que todos pueden reconocerse”.
Las interpretaciones sobre cómo deben dialogar esta idea de ciudadanía basada en la laicidad con el islam y una identidad creada alrededor de él, siguen vigentes en la discusión de la ley que Macron intenta aprobar (la ley deberá ser debatida en el Senado). De un lado, están los que defienden una aplicación estricta de la separación entre la religión y los espacios públicos; de otro, quienes propenden por un entendimiento que mire de frente a la diversidad de Francia y evite discriminaciones que puedan afectar a los musulmanes de este país.
La ley, por ejemplo, limitará las posibilidades de educar a los menores de edad en casa, una práctica que no es solo propia del islam sino también del cristianismo. “Este proyecto no es un texto contra las religiones ni contra la religión musulmana en particular. Es, al contrario, una ley de libertad, una ley de protección, una ley de emancipación ante el fundamentalismo religioso”, dijo el primer ministro francés, Jean Castex. La pregunta que queda es si en efecto el proyecto puede atacar el origen de la violencia extremista.
La violencia
“La base es entender que esto sí existe. No se estaría comprendiendo bien el asunto si se cree que es fantasía: en Francia hay un problema de grupos extremistas”, señala Felipe Medina, profesor experto en Oriente Medio y en Islam de la Universidad Externado de Colombia. Con el asesinato de Paty, el país acumula, según Fondapol, un centro de pensamiento francés, 290 muertos atribuidos a ataques yihadistas desde 2012. Mas allá de diferencias culturales, si es que existen, para Medina “lo que subyace es un problema de integración”.
Tal como ya se mencionó, el modelo de integración francés se basó durante décadas en la creencia de que todos abrazarían el concepto de ciudadanía universal. “El proyecto de asimilación previa una total identificación del inmigrado con el nuevo universo cultural que le acoge y el olvido de sus referencias, para introducirse de la manera más completa en su nuevo paisaje”, cita Innerarity. Ese modelo parece estar fracasando.
“No es correcto decir que la islamofobia impulsa a Macron, pero sin duda plantear que en Francia y en Europa hay islamofobia y que eso ha marginado a muchas comunidades nacionales dentro de ese país, es clave”, señala Medina. Esta fobia es “el temor o los prejuicios hacia el islam, los musulmanes y todo lo relacionado con ellos”, define el Observatorio de la islamofobia en los medios, una entidad árabe sin ánimo de lucro. Así, por lo menos, lo confirman los propios musulmanes.
El instituto demoscópico Ifop para Dilcrah y la Fundación Jean-Jaurès realizaron para el gobierno francés una encuesta a finales de 2019 en la que le preguntaban a un grupo representativo de la población musulmana si se sentía discriminada por la Francia laica. El 42% confirmó que han sufrido discriminación a lo largo de su vida debido a su religión. El 17% de ellos lo afirmó sentir, por ejemplo, cuando buscan empleo, un porcentaje que subió al 28% si respondían mujeres que usaban velo.
Ese sentimiento y el fracaso de integración a la sociedad podría ser también una explicación de las reivindicaciones identitarias alrededor de la religión. “La religión constituye una fuente de sentido para quienes no pueden participar en la vida social como ciudadanos en pleno derecho. Sin empleo, sin posibilidades de prosperar y sin ideologías que permitan soñar en un mundo distinto, la religión constituye una atractiva oferta de integración social y esperanza individual”, señala Innerarity. Aún así, nada de esto tiene por qué ser el origen de un extremismo violento.
“A menudo nos esforzamos por entender de dónde viene el extremismo en el islam. No es tan difícil: mucho viene de Arabia Saudí. La gran mayoría de extremistas vienen formados por ese país y su formas de ver el islam y de fondos privados que financian imanes (quienes dirigen la oración colectiva en una mezquita y en una comunidad musulmana)”, señala Medina Gutiérrez. De hecho, muestra del posible fracaso del modelo de integración es que en Francia se forman muy pocos imanes, lo que facilita que países del extranjero financien las mezquitas.
Un informe presentado al Senado francés a finales de 2020 reveló que el culto musulmán en Francia es financiado mayoritariamente por Marruecos (6 millones de euros); Arabia Saudí (3,8 millones de euros); Argelia (2 millones de euros); y Turquía (financiamiento indirecto). Debido a eso Macron plantea en su ley un mayor control de la ideología y de la financiación extranjera y un impulso a la formación de imanes en lo local.
Dichos proyectos parecen apuntar más al largo plazo. Entre tanto, avanzan los cierres de mezquitas que el gobierno identifica como peligrosos. Como la de Pantin, en la periferia de París, clausurada a finales de octubre de 2020. Un anciano que llegó esa mañana a rezar a su templo sentenció a El País de España lo que, ojalá, esperan todos, no sea una premonición: “Esto es una declaración de guerra”.