En las tribunas del complejo Riocentro, escondida entre banderas de Colombia, una mujer miraba atenta la competencia. Ella, como nadie, sabía de los sacrificios que Óscar Figueroa había tenido que hacer para estar ahí.
Hermelinda Mosquera, la madre del deportista, esperaba con paciencia pero no gritaba. Temía -contó luego- que su hijo supiera que ella estaba muy cerca y perdiera la concentración que necesitaba para la competencia.
Mosquera había viajado el pasado miércoles 3 de agosto con su hija y su nieto, en medio del total hermetismo. Pocos sabían de su viaje y antes de partir dejó la instrucción clara: Óscar no podía saber que ella estaría también en Río, viendo de cerca cómo los sueños se hacen realidad.
Luego del último arranque, cuando Óscar logró 178 y casi rompe el récord, Hermelinda por fin gritó, saltó y oró. “Este triunfo de Óscar se lo dedico a Dios. Siento una alegría inmensa de ver el triunfo. Apenas voy a verlo, y me lo quiero comer a besos”, dijo minutos después ante los micrófonos de los canales de televisión de Colombia.
Y así fue. Cumplidos los protocolos olímpicos, Óscar bajó y vio a su familia y a su entrenador, Osvaldo Pinilla y corrió hacia ellos para fundirse en un emocionante abrazo. La gente alrededor los aplaudió.
“Verla fue igual de emocionante que haber recibido mi medalla, no esperaba que mi madre fuera a estar aquí disfrutando de mi premio, después de una carrera de sangre sudor y lágrimas”, dijo luego Figueroa ante las cámaras de televisión.
El deportista reconoció a su madre como el motor de su vida y dijo que celebrará, como siempre, en familia. “Nada como la familia... que disfruten este gran resultado que acabamos de obtener”, declaró, mientras buscaba de nuevo con la mirada a la mujer que lo acompañó en cada paso durante sus 33 años de vida y 22 años de carrera deportiva.