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Nicolás Solanilla, el chef colombiano en ascenso según los Latin America’s 50 Best Restaurants

Su restaurante Ana en Guatemala, un espacio que mezcla técnicas y memorias latinoamericanas acaba de ser premiado en estos galardones con el American Express One To Watch Award 2025.

  • Nicolas Solanilla trabaja actualmente en Guatemala, en su restaurante Ana. FOTO Cortesía
    Nicolas Solanilla trabaja actualmente en Guatemala, en su restaurante Ana. FOTO Cortesía
07 de diciembre de 2025
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Por Juan Pablo Tettay de Fex
*Colaboración especial

Ana llegó de casualidad a la vida de Nicolás Solanilla. Fue un escape, un salvavidas. Apareció justo después de la pandemia, “uno de los periodos más difíciles que hemos vivido como humanidad y que, para mí, fue bastante retador”. Ana es el restaurante que Solanilla, cocinero colombiano radicado en Guatemala, abrió en la capital de ese país como respuesta a meses de reflexión durante las cuarentenas de 2020. “Siempre tuve la idea de abrir Ana, un restaurante en homenaje a mi abuela; tenía el logo listo en mi libreta de apuntes del celular, para después. Pero pensé que eso sería cuando ya hubiera viajado, cuando hubiera hecho muchas cosas. Quería que fuera en Bogotá. Pero hace cinco años me vi con una deuda enorme y con la incertidumbre de si iba a seguir vivo, de que me podía dar covid y me iría sin abrir el restaurante que tanto soñé. Por eso después de pandemia me dije: vivamos el momento y hagamos el proyecto de mi vida”, recuerda.

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Hoy, Ana es su sitio seguro. Y, además, acaba de darle un reconocimiento importante: el American Express One To Watch Award 2025, otorgado en el marco de los Latin America’s 50 Best Restaurants. Un premio que lo pone en los ojos del continente y que anticipa su pronto ingreso al listado de los mejores 50 restaurantes de América Latina (actualmente ocupa el puesto 94 en la lista ampliada).

Nicolás describe a Ana como un espacio de cocina mestiza que une ingredientes de la cocina maya con productos colombianos y de otros rincones de la región. Es, también, una síntesis de todo lo vivido en su carrera.

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Ana es mezcla, unión, comunión. Allí se cuenta una historia clara y sencilla: la de un niño bogotano que veía recetas en libros y televisión junto a su abuela, y luego se iba con ella a cocinarlas. La de un preadolescente que se escabullía en las cocinas del Club del Comercio, en Bogotá, para observar, fascinado, el día a día de los cocineros, “era un lugar prohibido que me encantaba”. La de un adolescente que cocinaba para sus amigos del colegio y que, creyendo que se las sabía todas, se fue a trabajar a un restaurante de una zona de comidas en un centro comercial, donde descubrió que la cocina era un mundo exigente, “todo un golpe de realidad, porque uno se cree bueno y se da cuenta de que falta muchísimo. Pero me di cuenta de que era igual de seductor, de que quería estar allí”.

A los 17 años, Nicolás viajó a Brasil. Allí tuvo que trabajar para sostenerse y encontró en la cocina su campo de acción: atendió eventos, pasó por restaurantes de todas las categorías y decidió empezar a estudiar. Regresó a Colombia más tarde, terminó su carrera en el SENA e hizo pasantías en Matiz.

Desde entonces tuvo claro que, para cocinar, necesitaba explorar el país y el mundo. “Escoger los lugares no por lo que te pagaban, sino por lo que podían enseñarte”. En ese camino aterrizó en dos cocinas que lo marcaron profundamente: Rafael, en Bogotá, y Flor de Lis, en Ciudad de Guatemala. “En Rafael descubrí que para hacer alta cocina los ingredientes pueden y deben ser protagonistas: las técnicas existen en función de darles altura. En Flor de Lis encontré una cocina más europea, en la que las técnicas son el centro”, explica.

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Entre Guatemala y Colombia fue encontrando su identidad culinaria. Pero no siempre fue lineal. Vivió un año en Cartagena, volvió a Guatemala para abrir un proyecto junto a Diego Téllez, chef de Flor de Lis, pero los planes cambiaron: “Antes de abrir, Diego se retira del proyecto. Y yo asumí el liderazgo. Y luego nos quebró la pandemia. Fue uno de los momentos más duros. Me golpeó muy fuerte”. Ana llegó ahí: “Tenía una deuda gigante, un nombre que había construido, y necesitaba ver qué hacer”.

Así fue definiendo su estilo, su firma y su visión. En Ana sirve hoy un rabo de res con recado (una especie de sofrito) de chiles y espuma de musílago de cacao; unas empanadas de maíz añejo de Nariño con costilla cocinada en chiles; o un postre de hongos, tomate de árbol y epazote (paico en Colombia). “En Ana buscamos un equilibrio entre la vanguardia y la tradición. También entre lo propio y lo ajeno; y eso es difícil, porque definir lo que somos es complejo: no somos cocina colombiana, pero tampoco guatemalteca. Es difícl, porque no terminas siendo de acá ni de allá. Pero la comida latina es mestizaje, y eso tiene mucho sentido”.

Su proceso creativo es amplio y exigente, y combina técnicas de vanguardia con procesos ancestrales como fermentos, maíces añejos y suero costeño. Empieza por recorrer memorias y recuerdos. “Hilamos ideas y empezamos a hacer pruebas. Nos cuestionamos mucho sobre lo que funciona conceptualmente y lo que debe descartarse. Muchas cosas se quedan solo en la posibilidad; eso pasa cuando tienes una amplia gama de ingredientes, técnicas y tradiciones”, explica. “Debemos ver qué tiene sentido y cómo llevarlo a la mesa. No se deben forzar las preparaciones: no todo tiene que ser moderno o tradicional, colombiano o guatemalteco”.

Al final, dice, lo más importante es dejar hablar al plato, al producto, y permitir que ellos cuenten su propia historia.

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Sobre el reconocimiento que acaba de recibir, dice: “Ganar premios y estar en listas nunca ha sido el objetivo del restaurante. Obtener el reconocimiento de los colegas y de los medios es más bien una consecuencia del trabajo: de crear un negocio sostenible en el tiempo, con una propuesta sólida y de calidad”.

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