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El negocio del sexo se mudó del Centro al Parque Lleras

El fenómeno de un negocio degradado se da por la sobreoferta de servicios sexuales y el turismo.

  • “Paloma Viajera”, en la Plaza de Botero, uno de los sitios de más prostitución en el Centro. FOTOS edwin bustamante
    “Paloma Viajera”, en la Plaza de Botero, uno de los sitios de más prostitución en el Centro. FOTOS edwin bustamante
  • El negocio del sexo se mudó del Centro al Parque Lleras
26 de septiembre de 2021
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Entre la abundancia de copas y miradas lascivas, detrás de los escotes y juicios moralistas, bajo la degradación del negocio y la oportunidad del turismo, la prostitución callejera ha ido migrando notoriamente desde el Centro de Medellín hacia El Poblado, como una ola indomable que inunda los parques más concurridos.

Y de ser indomable y ofrecerse en los parques sí que sabe Paloma Viajera*, quien desde los 15 años inició en el antiguo oficio de las meretrices; hoy tiene 66. Mientras le da un mordisco a un filete de róbalo en un restaurante vecino de la estación del metro de Berrío, relata cómo atestiguó la evolución del trabajo sexual en la ciudad, desde las coperas que bailaban con los borrachitos en tabernas de Guayaquil, hasta las prepago que dan felaciones a extranjeros en helicópteros alquilados.

“Me fui de la casa en la adolescencia. Vivíamos en el barrio Castilla y yo estaba cansada de que mi papá me pegara por no hacer destino”, recordó. Era 1970, cuando el porro y la música carrilera animaban los bailes de cantina, y ella se fue a azotar baldosa y catres a los pueblos del Occidente antioqueño, Risaralda, Cauca y Valle.

Un “rato” – como se le dice en el argot del proxenetismo al tiempo que dura el encuentro sexual con el cliente – valía 100 pesos, o $500 si era de amanecida. “Eso era un platal, alcanzaba para ‘juniniar’, comer y comprar ropa”, añoró Paloma Viajera, con un brillo en la retina.

A los 20 años y con su padre ya muerto por el cáncer, regresó a la ciudad y consiguió empleo en bares de La Alhambra, Cundinamarca y La Veracruz, en el Centro.

En ese tiempo había cierta inocencia en el oficio, pues las damas de compañía estaban carnetizadas y todos los viernes tenían controles sanitarios; solo si había visto bueno del médico podían trabajar los fines de semana. De tal costumbre ya no queda nada.

Mercado caníbal

En las últimas décadas, la prostitución fue colonizando espacios en el corazón de la metrópolis. En barras y esquinas de Guayaquil, Lovaina, Niquitao, La Veracruz, Barbacoas, San Diego y los parques de Berrío, Bolívar y San Antonio fueron pululando los servicios sexuales.

Como formando guetos, las veteranas quedaron en un sector, los homosexuales y travestis en otro, y las niñas en el suyo, instrumentalizadas por bandas delincuenciales que rediseñaron las fronteras del Centro, en medio de sus disputas por el narcotráfico.

En el siglo XXI el negocio tuvo su primer pico de saturación, según Luz Mery Giraldo, directora de las Guerreras del Centro, una fundación que vela por los derechos de las trabajadoras sexuales. “Por el conflicto armado en el campo, empezaron a llegar desplazadas de Chocó, Valle, el Eje Cafetero y otras partes, que sin más oportunidades se dedicaron a la prostitución”, contó.

Ella misma, proveniente de Pensilvania (Caldas), ejerció el oficio desde el año 2000, compitiendo por la clientela con mujeres exóticas, de cuerpos y acentos heterogéneos.

El segundo pico de ocupación comenzó en 2016, con la migración venezolana. La reacción inicial de las paisas fue proteger su territorio con violencia. “Se unieron con los ‘convivires’ (bandas delincuenciales) para sacar a las extranjeras, pero eso no duró mucho, porque eran demasiadas”, narró Luz Mery.

La diferencia estuvo en el pago de las extorsiones que esos “convivires” cobran a todas las actividades económicas, legales e ilegales. Las prostitutas tradicionales llegaron a acuerdos para no pagar los “impuestos” de vigilancia y “derecho” a usar la plaza, que impone el crimen organizado, y en esto influyó el hecho de que varios miembros de estos grupos son sus propios hijos.

Las forasteras, en cambio, aceptan las cuotas del 10% con resignación y con eso obtienen el privilegio de usufructuar la zona. “Antes había peleas por todo, ahora ellas le dicen a uno: ‘yo no me voy de aquí, porque yo pago la ‘vacuna’”, señaló Paloma.

EL COLOMBIANO recorrió las esquinas más concurridas por estas damas, y dialogó con ellas, comprobando que en efecto hay una sobrepoblación. En la plaza de las esculturas, frente al Museo de Antioquia, por cada obra de Botero hay mínimo tres mujeres exhibiéndose, posando junto al bronce como beldades que esperan ser cinceladas.

Este exceso de oferta terminó por canibalizar el mercado de los placeres eróticos, y es una de las principales razones para que el negocio migrara al parque Lleras con toda su estructura: las mesalinas, los proxenetas y los bandidos que les brindan seguridad.

“Ellas buscan los sitios donde sea más rentable y haya menos competencia. En el Centro hay una saturación, que seguirá aumentando porque Medellín es una ciudad receptora de migrantes y desplazados. El Lleras es un escenario de bastante turismo y para muchos visitantes la prostitución es un atractivo”, señaló Patricia Llano, jefa de la Gerencia de Diversidades Sexuales e Identidades de Género de la Alcaldía, enfatizando que este oficio en Colombia no es ilegal para la población adulta.

Catálogo de depravaciones

“Las extranjeras dañaron la plaza, tiraron los precios por el piso, y los hombres son muy caprichosos, quieren conocerle la nalga a mujeres distintas”, comentó Paloma, caminando por el sendero peatonal que conecta al parque de Berrío con La Veracruz.

En el Centro, un “rato” cuesta en promedio $10.000, más $3.000 que vale el alquiler ocasional de una pieza en un motel. Sin embargo, hay extranjeras que cobran $5.000 o pagan ellas mismas la habitación, lo que hace más favorable la transacción para el cliente.

“De pronto eso es muy poquita plata para una colombiana, pero pa’ nosotras son hartos bolívares pa’ mandar pa’ la casa”, detalló Delcira*, una venezolana de 22 años que trabaja en la Plaza Botero. De las entrevistadas, las forasteras son las más reacias a conversar con la prensa, y ella explica la razón: “Nuestras familias no saben que nos dedicamos a esto. En Barquisimeto creen que estoy vendiendo ropa en un almacén”.

Por duro que parezca, $5.000 no representan el fondo de la degradación del oficio. Luz Mery dijo que junto a los baños públicos de los parques (esas llamativas casetas de plástico azul), hay mujeres que cobran $3.000 por sexo oral. “Las menos bonitas o las ancianas, a veces lo dan solo por la comida; y las drogadictas, que hay muchas, por cualquier $2.000 o un cachito de marihuana”, precisó la lideresa.

En los días de esplendor de Paloma Viajera, un “rato” incluía conversaciones y una intimidad muy convencional. “Los atendía bien, pero sin sexo anal u oral. Hoy todavía me lo proponen y yo les digo ‘oiga a este, no lo hice cuando era joven y bonita, ahora menos’. Es que las muchachas de ahora trabajan con todo incluido: agua, luz y teléfono”, afirmó la veterana.

En el Centro, los “mejores” precios se dan en casas de lenocinio del barrio San Diego y la avenida 33, entre la estación Exposiciones y la glorieta de San Diego. Ahí cobran de $20.000 a $30.000.

En este sector ocurre el fenómeno de “las terneritas”: adolescentes o chicas trans, que son recogidas en taxis o carros particulares para hacer felaciones a conductores y pasajeros, durante un rodeo de 10 a 15 minutos, que no siempre termina bien. “A veces las dejan abandonadas en mangas de la vía Las Palmas, las cascan y no les pagan”, acotó Luz Mery.

Los precios de San Diego resultan ridículos frente a los del Lleras. Nancy*, una caleña de 28 años, precisó que mientras en el Centro se consigue $100.000 haciendo cuatro o cinco “ratos” al día, en este parque de El Poblado se los gana “de una sola sentada”.

El estándar en el Lleras está entre $100.000 y $200.000 “cops”, según ella. Al preguntarle qué es “cops”, responde con una sonrisa: “¡Pues colombian pesos, míster!”.

Nancy no abandona el Centro porque allí tiene una clientela fiel, aunque cada vez dedica más tiempo a la cacería de gringos en el Lleras. A la ventaja del precio, le añade que trabaja menos horas.

Las que aún resisten en La Veracruz, indicaron que allí hay clientes las 24 horas del día, mientras que en El Poblado el “voleo” es más que todo nocturno. “La plaza de allá es para jóvenes, bonitas y muchachas que tienen plata para operarse (cirugías estéticas); en cambio usted aquí las encuentra gorditas, viejitas, feítas, pero con sabrosura”, aseveró Marcela*, bellanita de 38 años, en un bar aledaño al Museo de Antioquia.

Frente a la degradación del oficio, la sobreoferta y la imposibilidad de competir en belleza contra las que migran hacia el Lleras, las veteranas están recurriendo a tareas complementarias, como hacer aseo a domicilio, vender mecato y tinto.

Luego de posar para nuestra cámara, Paloma Viajera confesó que aún no le da miedo desnudarse, “porque mi cuerpo es sano y no tiene cicatrices. Pero ya estoy desgastada, y en La Veracruz el cliente siempre busca la tarifa más favorable. En dinero, cada vez valemos menos”

*Identidades reservadas.

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