En pleno corazón de Medellín tuvo lugar ayer un bellísimo acto, una suerte de ritual, en el que muchos antioqueños nos reunimos para celebrar la fiesta de los 90 años de Fernando Botero y, sobre todo, para darle el muchas gracias al maestro.
Para este periódico siempre ha sido un honor contar que fue aquí donde Botero empezó su carrera de ilustrador. En alguna entrevista, ya en la cima de su fama, contó que estaba con unos amigos en el café Regina, muy popular en esa época en Medellín, y vieron que el periódico iba a publicar un suplemento literario. “Yo dije, yo voy a ser el ilustrador de este periódico. Me levanté de la mesa, me fui a EL COLOMBIANO, me presenté con el director del suplemento, que era José Mejía y Mejía y le dije: ‘Mire, yo soy pintor, y quiero ser ilustrador del suplemento’. El tipo me miró con incredulidad, tenía un poema de Ciro Mendía y me lo dio. Lo ilustré como pude, se lo llevé, me dijo: ‘Me gusta’, y me siguió dando poemas. Fue una audacia presentarme así. Tenía 18 o 19 años, pero ya era pintor”.
Y hasta el día de hoy, a pesar de la fama y de la gloria, el maestro sigue atendiendo con palabras llenas de afecto las llamadas de EL COLOMBIANO.
A Botero tenemos que darle gracias por muchas cosas que incluso se escapan a los ojos. Ya todos sabemos de su valor como artista universal. De los números que ha logrado su obra. De los países que han dispuesto sus grandes avenidas para acoger a sus gordos y gordas.
Pero de lo que poco se ha hablado es de los cambios que gracias a Botero se dieron en Medellín y Antioquia. La creación de la plaza Botero, por ejemplo, provocó un gran sacudón en la mentalidad antioqueña: demoler un edificio recientemente construido para poner esculturas de figuras desnudas tuvo un gran significado. Gracias a la plaza se creó un plan para el Centro alrededor del museo. Antes, no teníamos esa apropiación de la ciudad para la cultura. Ese fue un punto de partida del urbanismo social, que luego se expresó en obras como los parques biblioteca.
Botero también cambió la manera de vivir el arte en la ciudad. Antes de Botero, el gran museo vivía en apenas 2.200 metros cuadrados. Después, con la llegada de sus obras, se utilizan 18.000 metros cuadrados más y se nombra una comisión para crearle un guion. Botero generó tal furor que la familia de Carlos E. Restrepo decidió donar, para el disfrute de todos, esa obra insignia que es Horizontes de Francisco Antonio Cano. Así el Museo de Antioquia se convirtió en esa válvula de oxígeno gracias a la cual respira el centro de Medellín.
Pero, más allá del impacto en la ciudad, Botero también nos da una gran lección para estos tiempos que vivimos. Dos de las características fundamentales de su obra han sido la ironía y el sarcasmo. El maestro se ha mofado de quienes ha querido: de la aristocracia colombiana y de los dictadores de América Latina, de la guerrilla, de los paramilitares y de los narcos, y todo lo ha hecho sin odio. Logró con sus dibujos algo extraordinario: tomar una posición decidida en favor de los valores más preciados de la humanidad, al mismo tiempo que defiende la inteligencia y la belleza.
El maestro Botero solía visitar el Museo de Antioquia y se sentaba por largos ratos al frente de la obra que representa a Pedrito, su hijo. Guardaba profundo silencio y se dedicaba a observarla. Como si estuviera visitando la tumba del hijo que perdió cuando apenas era un niño. La anécdota viene a cuento porque hay algo de sagrado en ese lugar: Medellín y todos estamos conectados con el maestro, con su historia.
Fernando Botero representa, sin duda, todo lo mejor de Antioquia: un hombre talentoso, andariego, recursivo, buena gente y muy generoso. Por eso merece un gran aplauso y un muchas gracias.
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Un paréntesis: El Museo de Antioquia hoy se yergue como un gladiador, como un símbolo de la dignidad humana en el corazón de la ciudad, que se debate entre la pobreza y la decadencia. Un reconocimiento especial a su directora, María del Rosario Escobar, por mantener al museo latiendo vigorosamente. Y un pedido a todos para que apoyemos al museo .