La suspensión del ejercicio del cargo que el Senado de Brasil decretó para la presidenta Dilma Rousseff era perfectamente previsible, pero no por ello el gigante de Suramérica ha podido evitar los efectos de la enorme crisis política que no terminará aquí.
El Senado, por mayoría superior a la exigida, abre el período de 180 días en el que estudiará si declara responsable a la presidenta de las faltas de las que se le acusa. Ayer mismo, en virtud de esta decisión, asumió como presidente interino el vicepresidente Michel Temer.
Rousseff no se resigna, y hasta donde sus fuerzas alcanzan, proclama su inocencia y advierte sobre la enorme injusticia que, a su juicio, se está cometiendo con ella: no hay peor infamia que condenar a un inocente, dice la heredera de Lula da Silva.
La suspendida presidenta, sus simpatizantes y el Partido de los Trabajadores (PT) al que pertenece, denuncian un golpe de Estado. Para ellos no tiene presentación, ni ética ni política, que un Parlamento en el que el 60 % de sus miembros está siendo investigado por toda clase de delitos, casi todos relacionados con corrupción y malversación de fondos públicos, enjuicie a una presidenta de la que, aseguran, no puede decirse que sea corrupta o que se haya beneficiado con dineros oficiales.
Desde el punto de vista ético tienen razón. Desde el jurídico y político, la Constitución del país es la que establece ese tipo de procedimiento. Como lo establecen muchas de las del resto del continente: hay un proceso político en el Parlamento que es tramitado y decidido por políticos, prácticamente ninguno de ellos con capacidad para tirar la primera piedra, pero que están dotados de las facultades que esas constituciones les delegan para enjuiciar a los jefes de Estado.
El gobierno de Dilma venía atravesando toda clase de dificultades: financieras, sociales, obviamente políticas y, ante todo, las derivadas de los escándalos de corrupción, tanto los heredados del gobierno de Lula, como los surgidos en esta administración. O la debacle de Petrobrás, que no limitó sus efectos nocivos a Brasil, sino que defraudó a inversores y pequeños accionistas de todo el continente. Con Petrobrás como caja menor de dirigentes del gobierno y del Partido de los Trabajadores, horadando la credibilidad en las instituciones, se sobrepasó incluso el de por sí alto nivel de corrupción tolerado por la clase política brasileña.
No sería realista esperar que la presidenta pueda ser restituida en el cargo al ser absuelta por el Senado, incluso si su defensa es lo suficientemente sólida y convincente para demostrar que la falta por la que se le acusa (esconder déficit para maquillar las cuentas estatales) no constituye causal de destitución. Ya la decisión de los senadores parece tomada.
Se inicia un período de fragilidad institucional en la cual el presidente interino, el abogado constitucionalista Temer, deberá mostrar un perfil más alto que el que ha demostrado hasta ahora. Su habilidad política deberá ir más allá de medrar para lograr parcelas de poder. Ya el timón está a su cargo. La inestabilidad de Brasil no conviene a nadie. La caída de Dilma Rousseff no purificará la política ni traerá una solución directa a los graves problemas que afrontan. Sí podría, a la larga, generar un remezón en la sociedad que obligue a subir el nivel de exigencia ética a sus políticos y gobernantes.