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Combatir la coca, una obligación

Debe hallarse una fórmula concertada para sustituir miles de hectáreas de cultivos ilícitos. Esa siembra tocó techo y produce gran daño a la economía y la cultura campesina. Tema prioritario.

17 de agosto de 2018
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Infográfico
Combatir la coca, una obligación

Los daños que producen los cultivos ilícitos, y en general el circuito de producción y tráfico de cocaína, marihuana y amapola, no solo desdibujan la imagen del país a nivel internacional sino que son el origen de una ilegalidad que destruye el patrimonio económico, social y cultural de los campesinos y el campo colombianos. Por eso combatir el narcotráfico, enraizado en zonas rurales periféricas, no es solo un reto de seguridad y salud nacional y global, sino que representa una exigencia de “reinvención moral y ética” del país, en especial de la ciudadanía del campo.

Así como en las ciudades la “cultura traqueta” impuso los códigos perversos del dinero fácil, de la justicia por manos propias, de la corrupción y de la extravagancia, en un desdeño permanente por la ley y las normas, al campo también ha llevado la erosión de las mejores costumbres del trabajo y del esfuerzo comunitario.

Basta viajar a alguno de los municipios absorbidos por la economía coquera para ver los síntomas: drogas, prostitución, alcoholismo, violencia intrafamiliar, pandillas juveniles, bandas criminales, microtráfico. Todo soportado por un falso modelo de progreso que lleva a los campesinos a renunciar a sus cultivos tradicionales y a aquel sentido virtuoso de disciplina y austeridad, deformado en pueblos donde todo se compra y ya nada se produce. Comunidades desbaratadas por una abundancia de dinero que no produce riqueza ni desarrollo. Labriegos lumpenizados y cada vez más emparentados con la ilegalidad.

Por supuesto que aquella destrucción paulatina del tejido social se produce en territorios marginales y marginados, con una notoria ausencia de Estado en todos los niveles: educación, salud, conectividad vial y virtual, promoción económica, tierras. Un largo etcétera de necesidades en el que pescan los clanes mafiosos con toda su batería de prácticas criminales.

La coca —que no cocaína— debe pervivir como parte del patrimonio cultural de algunos pueblos indígenas que la emplean con fines paliativos, curativos y terapéuticos tribales. Pero no debe multiplicarse en las más de 200 mil hectáreas que hoy inundan el país y que sirven de motor a bandas criminales y guerrillas residuales, insertas a su vez en el amplio espectro de las estructuras del crimen transnacional. Uno es el uso histórico y ancestral y otro es el emporio de narcotraficantes que financian ejércitos ilegales, que filan e instrumentalizan a comunidades rurales para objetivos de enriquecimiento ilícito privado.

La propuesta reciente del Ministerio de Defensa de la sustitución obligatoria de esos cultivos es necesaria, por lo menos, como una medida extraordinaria de contención al crecimiento desbordado del mercado de la coca y la cocaína que amenaza hoy la legalidad y el funcionamiento del Estado colombiano y las garantías ciudadanas.

Debe partir de una concertación con los cultivadores sobre el cómo se hará, pero debe ser perentoria, cierta, efectiva, para rebajar las áreas sembradas por lo menos en un 60%, en los próximos dos años. Y para ello no puede haber dilaciones ni espejismos sino la erradicación verificada de los sembradíos.

El proceso debe ejecutarse, como lo advierte el mismo Ministerio, con la llegada de agencias e instituciones que provean asistencia y oportunidades al campesinado para recomponer su aparato y su fuerza productiva y económica. Pero sin más resistencias y extratiempos que lo único que hacen es mantener la puerta abierta a las mafias, sus ejércitos, su violencia y su particular y condenable manera de destruir no solo el Estado, la legalidad, las leyes y las instituciones, sino también lo mejor de la cultura y los valores del campesinado.

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