Se les llama “feelgood movies”, porque están hechas para eso, para que nos sintamos bien con nuestra vida o con nosotros mismos al terminar de verlas. Para ello los creadores de estas películas apelan a nuestros más bajos instintos: a veces son protagonizadas por niños con gafas que quieren ser beisbolistas; en otras ocasiones unos cuantos ancianos descubren el amor o los calendarios de desnudos; y cuando nos quieren joder de verdad, hay perros grandes y peludos que babean frente a la cámara y que al final pueden o no terminar vivos. En ese subgénero hay incluso buenas historias (Gifted, con Chris Evans haciendo de un tío que cría a una sobrina prodigiosa, por ejemplo) que se pueden recomendar sin que perdamos la dignidad cinéfila. Podríamos aplicar también aquel viejo chiste literario: así como en realidad todo buen libro es un libro de superación personal (¿o ustedes no sintieron que la vida valía la pena después de leer “Madame Bovary”?), toda buena película es una “feelgood movie”. Pero igual que ocurre con los conferencistas del optimismo, una cosa son los expertos con un discurso bien estructurado y otra los charlatanes que pretenden meternos gato por liebre en sus charlas. No basta con juntar los buenos propósitos de los productores con dos o tres lecciones de vida, para que una película automáticamente funcione.
Como manda la tendencia (que es necesaria, sí, que es importante, también, pero que es moda, no lo neguemos) la protagonista es una mujer. María llegó a Vancouver desde Hong Kong hace cuarenta años. Y por lo que sabemos ha dedicado su vida a la difícil labor de ser ama de casa, esperando todos los días a su esposo con comida caliente. Pero un día descubre que el marido tiene otra vida y eso le trastorna la existencia. El suceso la llevará a “descubrir” las cosas que la rodean: a las vecinas de sudaderas de colores que alquilan sus garajes a los visitantes del estadio cercano; al vecino con la esposa enferma, al hijo que trata por todos los medios que sus padres, a los que no ve hace 10 años, lo perdonen y asistan a su matrimonio. Puede que en verdad existan mujeres como María, pero llega un momento en que uno se cansa de que Mina Shum, la directora y guionista, pretenda meter a las malas cada reivindicación y escena conmovedora que se le ocurre (hay una fiesta comunal que se saca de la chistera del mago). Y una película donde todos los hombres terminan pidiendo perdón y todas las mujeres son un poco víctimas (hasta del cáncer, porque alguien tenía que morir, por supuesto) está muy lejos de ser la historia que el feminismo necesita. A pesar de que la rebelión final sí lo sea.
¿Por qué habiendo tanto buen cine que jamás vemos, una película como ésta, tan ingenua, tan básica en su escritura, como de salpicón hecho con sermones de todas las religiones, llega a nuestras salas? De verdad espero que la respuesta no sea “para que sonriamos y nos sintamos mejor cuando acaba”. “El parque de los sueños” está repleto de buenas intenciones, es cierto. Y con ellas es que construye su camino, ya sabemos adónde.