Hay muchas clases de hamburguesas. El hecho de que sean una “comida rápida” no impide que algunas tengan ingredientes deliciosos y que su elaboración sea tan cuidadosa que al final el plato resulte exquisito. De la misma manera, que una película sea de superhéroes no es excusa para esperar que necesariamente deba ser una cinta de segunda y ahí están “The dark knight” y “Avengers” para probarlo. Lo maravilloso es que con todos los artilugios tecnológicos disponibles hoy en día, lo más difícil para un título de estos no es que creamos en el vuelo de Superman al verlo en pantalla sino, como siempre, en la historia que nos tratan de contar. Y esa es la primera y la principal de las muchas debilidades de “Batman vs Superman: el origen de la justicia”: nunca, durante las larguísimas dos horas y media que dura, uno cree en la rabia de Bruce Wayne contra el héroe de Krypton, no sólo porque Ben Affleck parece estar pensando en su divorcio más que en las frases que pronuncia, sino porque el Batman que la mayoría tenemos en mente (y no una de las múltiples versiones que se pueden hallar en los cómics) es un tipo inteligente que entiende cuáles son los daños colaterales que implica hacer justicia cuando se enfrenta a villanos todopoderosos. Y como este conflicto es la base de todo lo que ocurre, no hay manera de que nos traguemos lo que trae como consecuencia.
Si por lo menos tuviéramos de dónde agarrarnos. Un secundario que funcionara, cualquier subtrama creíble, un villano memorable, una banda sonora para silbar. Pero aquí no hay nada, estamos a la deriva. Jeremy Irons, Amy Adams y Diane Lane se desperdician en sus papeles porque los guionistas sólo les dan una buena línea de diálogo cada 20 minutos; el enrevesado proceso legal contra Superman es torpe y avanza a trompicones; Jesse Eisenberg —pobrecito, da pesar— trata de imitar la picardía de Gene Hackman en el Superman original y jamás consigue el deber fundamental de un villano: que le temamos. Y la música, ay, es a veces tan poco apropiada, que causa risa, como cuando aparece por primera vez una pintura apocalíptica y a alguien se le ocurrió que el chillido de unos violines le daría a la escena la vida que el guión no pudo.
Zack Snyder, el director, con todos los recursos a su disposición, se engolosina y nunca sabe contenerse, peca por gula. Basta recordar la escena en que un niño cae en una cueva: no contento con usar cámara lenta, además necesita que veamos unas gotas de lluvia en primerísimo plano, que un coro polifónico nos haga creer que un presidente ha muerto, que alguien grite al fondo y que veamos la acción desde siete ángulos. Para nuestra desgracia, así son todas las secuencias, como si su objetivo no fuera entretenernos o hacernos pensar, sino vencernos por agotamiento. Y entonces, al final, cuando recordamos que fuimos al cine para que nos dieran la mejor hamburguesa posible, lo único que nos provoca es mandar a Snyder a que haga algo en la cocina que se le debe dar bien: freír espárragos.