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La mujer del animal, de Víctor Gaviria. El mal inmutable

18 de marzo de 2017
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Nuevamente Medellín, la marginalidad, la violencia y el realismo son los insumos para la construcción de una película de Víctor Gaviria, y aun así, es una historia y un relato distintos a sus otros tres célebres largometrajes y a ese -menos difundido- puñado de buenos cortos. Se reconoce su escritura, su mirada y su universo, pero refiriéndose a otros temas, personajes y época, en este caso una dura y conmovedora historia sobre el maltrato femenino ambientada en un barrio de invasión durante los años setenta.

Bien pudo haber sido la historia de El animal, un hombre violento, posesivo y de conducta criminal, pero el relato se decide por mirarla desde Amparo (que son dos en una), aquella joven que este hombre rapta y confina en medio de agresiones y humillaciones. Pocas veces el punto de vista se separa de ella y con esto asume la posición de la víctima, que no es una sino todas las mujeres en esa situación, y lo hace como este cineasta suele tratar a sus personajes más infortunados, con respeto por su sufrimiento, ternura en su acercamiento y lucidez para crear empatía con el espectador. En la contraparte está Libardo, cuyo apodo evidencia el hecho de que en él no hay atisbo alguno de humanidad, ni por Amparo ni por ninguna de sus víctimas, tampoco siquiera por su propia familia. Es el mal personificado, sin ninguna leve sombra de compasión o duda, y así permanece de principio a fin, casi sin matices, lo que de cierta manera uniforma el transcurso del argumento; aunque sin duda es la figura más potente e inolvidable de toda la película y el recurso que, por contraste, carga de fuerza dramática a la protagonista y hace de su situación un contundente alegato contra la violencia de género.

No menos violento y arbitrario, es ese régimen de silencio, miedo y complicidad de todos los testigos de aquel agresivo sometimiento, lo cual se suma a la casi total ausencia del estado o de cualquier referente de orden legal o hasta moral. Un universo de precaria civilidad y de supervivencia que es construido veraz y minuciosamente desde el diseño de arte y la dirección de actores. Especialmente en este último apartado se evidencia el grado de madurez y eficacia que ha alcanzado Gaviria con lo que es tal vez el más importante aporte de su método al cine nacional.

Ampliando su mirada a la ciudad de Medellín, esta vez reconstruyendo el mundo moral sobre el que se erigieron muchos barrios de la periferia de la ciudad, Víctor Gaviria mira al pasado y al que bien pudo ser el origen de los personajes y la violencia que luego marcaron a esta sociedad, enfocándose en los seres más vulnerables en estas situaciones, la mujeres y los niños, y creando con ello, una vez más, un estudio antropológico y también histórico, una denuncia sin panfletarismos que hoy es más actual que nunca, y un afinado modelo de cómo podría ser idealmente el realismo cinematográfico.

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