Cada vez que llega a nuestras carteleras una película que cuenta un episodio particular de la historia de Estados Unidos, en especial uno que no tuvo implicaciones globales o del que no teníamos mucho conocimiento en Colombia, es necesario hacerse al menos tres preguntas: por qué se cuenta este momento específicamente, por qué ahora (en este caso, 50 años después de los hechos) y por qué debería importarnos.
Detroit, la última cinta de Kathryn Bigelow, la única directora que ha ganado el Óscar, ofrece buenas respuestas a esas interrogantes.
Se narran los disturbios que ocurrieron en Detroit en el verano de 1967, porque fue uno de los episodios más cruentos de la historia contemporánea de Estados Unidos, que dejó como saldo 43 muertos, 1.189 heridos, 7.200 personas arrestadas y 2.000 edificios destruidos.
Desde la Guerra Civil hasta hoy, ninguna protesta tuvo esas repercusiones. Y Kathryn Bigelow decide contarla ahora, con esa sensación de urgencia tan particular de su cine, que se traduce en historias con más acciones que diálogos, o en una cámara que nunca se queda quieta, que pareciera respirar agitadamente ante nosotros por la intensidad de lo que presencia, porque pareciera que de nuevo Estados Unidos (en realidad el mundo entero) está creando las condiciones de inequidad y de presión sobre una capa de la sociedad (recuerden lo que está haciendo Trump con los latinos, o la situación de los refugiados sirios en Europa, o lo que ocurre en las zonas de concentración) que llevarían a repetir un episodio similar.
No se necesita prácticamente nada para encender la mecha, como nos lo recuerda en el primer acto de Detroit, que muestra cómo empezó todo, con una redada mal hecha que alteró los ánimos de quienes la presenciaron. De ahí al desmadre y la destrucción, bastó una vidriera rota.
Bigelow, con la ayuda de su guionista, Mark Boal, a quien se le notan los muchos años de periodismo antes de escribir para cine, tanto en su énfasis por los detalles, como en no saber cuándo enfocarse en un solo personaje, cegado por la ambición de “narrarlo todo”, intenta “meternos” en la historia no contada: lo que sucedió en el motel Algiers, un episodio que todavía es fruto de especulaciones.
Por momentos lo consigue, en las escenas más brillantes de la película, gracias a la cámara de Barry Ackroyd (usual colaborador de directores que desean verosimilitud ante todo, como la misma Bigelow, Paul Greengrass o Ken Loach) y a las notables actuaciones de sus jóvenes intérpretes entre quienes se destacan Hannah Murray, Algee Smith, John Boyega y Will Poulter.
¿Por qué debería importarnos? Porque Detroit es la muestra de que no se necesitan villanos apocalípticos para que ocurran cosas terribles: bastan una sociedad desigual, posiciones de autoridad en manos de estúpidos y un descuido, para que todo se vaya al carajo. Para que esa horrible noche de todos los himnos, del nuestro, nunca cese.