¿Cómo un personaje al que todo mundo llama “el gordo” puede treparse en unos zancos? O mejor, la pregunta podría ser: ¿cómo un hombre próximo a cumplir sus 70 años sigue jugando a montarse en unas plataformas de madera para convertirse en un gigante de más de tres metros?
Eso solo lo puede hacer alguien que dice con orgullo que se ha gastado la vida jugando y que no da muestras de cambiar. De hecho, solo ha tenido trabajos formales durante tres años de su vida en los que fue vendedor en varias librerías, hasta que se hastió de estar encerrado de 8:00 a.m. a 8:00 p.m.
La historia es como sigue. Fernando García nació donde hoy queda el Jardín Botánico de Medellín, en 1955, porque su papá trabajaba ahí como jefe de un taller del Municipio mientras que su mamá era modista de las mujeres que vendían ratos de placer en los bares y prostíbulos del sector de Las Camelias, en cercanías del actual barrio Moravia.
Por eso a Fernando le tocó también ver toda la transformación de Moravia en el basurero municipal. A medida que iban entrando más volquetas con desperdicios también iban desapareciendo los sembrados de cebolla y tomate, así como los corrales de gallinas ponedoras.
“Yo tenía siete u ocho años cuando al jardín –donde se mantenía– empezaron a llevar los niños del basurero como para sacarlos de allí. Sería la Alcaldía o yo no sé quién, pero los llevaban. A las 8:00 a.m. llegaban 30 o 40; una señora los recibía y los tenía que entretener hasta las dos o tres de la tarde y yo era detrás de ella ayudándole, porque todavía no estudiaba”, cuenta.
Posteriormente, entró a la escuela pero continuaba yendo al que consideraba su “solar” y en esas la cuidandera le pidió que se quedara solo con los niños mientras ella hacía una diligencia. Fue un día y no paró.
–Yo tenía 11 años y ya dizque era recreacionista. Los llevaba al bosque a ver los helechos y las tortugas, y empecé a inventarme cuentos para entretenerlos –cuenta.
Y así se quedó hasta los 22 años, realizando prácticas lúdicas de su propia cosecha, solo con la retroalimentación de una profesora a la que le preguntaba al respecto.
En esos tiempos el Jardín Botánico se llenaba los sábados de gente de toda la ciudad, pero lo que más lo admiraba era el señor que se vestía con sus guantes y sombrero para encaramarse en sus zancos a vender cofio y minisigüí.
Entérese: La historia del concejal antioqueño que pasó del abismo de las drogas y el alcohol al liderazgo social en su municipio
Fue perfeccionando sus artes para la recreación, de manera que las instituciones educativas continuaban contratándolo para sus programaciones, y hacia 1983, ya de 28 años, comenzó a incursionar en los zancos.
Así es como en 1984 fundó A Recreo Teatro, una corporación con la que empezó las comparsas ecológicas, empleando como actores a estudiantes de la Universidad de Antioquia que llegaron a hacer prácticas de biología.
–Yo quería enseñar la ecología a través del juego. En esa época, sin ninguna formación académica.
La ciudad inició muy pronto una época aciaga en la que la confrontación entre carteles de las drogas y la guerra de Pablo Escobar contra el Estado hicieron que se pusieran de moda las masacres en los barrios, con la participación también de sectores de la Fuerza Pública. Salir a la calle cuando algún armado lo prohibía era como sellar la sentencia fatal.
El mejor negocio por aquellas calendas eran las funerarias debido a la cantidad de muertos y había más cerrajerías que carnicerías porque todo mundo buscaba reforzar sus casas con rejas de hierro.
Fernando cuenta que el 28 de diciembre de 1989 se pararon en una esquina a pensar qué hacer para desafiar la inmovilidad en la que se encontraban los artistas y el movimiento social frente a la violencia reinante. Eran Jorge Blandón –quien después fundó la Casa Amarilla y la corporación Nuestra Gente–; Julia Victoria Escobar, licenciada en educación; el comunicador Gonzalo Giraldo, y él, que ya llevaba el remoquete de “el gordo”. Cada uno puso lo que tenía –títeres, comparsa, teatro– y empezaron a realizar tomas culturales en los barrios.
El “gordo” relata que la primera vez que salieron la reacción fue la contraria a la que deseaban porque al escuchar los tambores la gente se asustó y se encerró pensando que había llegado el jinete del Apocalipsis. Sin embargo, se fue dando una especie de bola de nieve a su favor con la ayuda de tenderos, otros comerciantes y de vecinos, que les colaboraban económicamente.
Una jornada memorable fue la del 10 de marzo de 1991. Más de 50 artistas hicieron una maratón artística de Santa Cruz al sector de Palos Verdes cruzando territorios dominados por distintos grupos.
Le puede interesar: Jorge Blandón, el que aviva la llama del arte en la famosa Casa Amarilla de Medellín
–Cuando íbamos pasando de barrio en barrio nos decían: “No se metan por allá, que los van a matar”, y yo les contestaba: “Señora, junten sus manos, junten sus cantos, porque aquí van los hijos, las mamás, las tías de esos muchachos y ellos no les van a disparar”.
Finalmente, la comparsa llegó a su destino, con la buena fortuna de que coincidió con una visita de la entonces Consejera Presidencial para Medellín y el Área Metropolitana, María Emma Mejía, quien se comprometió desde el balcón de un segundo piso a generar un diálogo con los artistas y los jóvenes organizados de las comunas. De eso queda como testimonio una foto en la que ella aparece con su aspecto de modelo junto a Fernando, que se montó al mirador con todo y zancos.
Esa fue la presentación en sociedad de un movimiento reconocido como la Comparsa del Barrio, que fue adquiriendo más notoriedad a través del programa Arriba Mi Barrio y tomó forma en 1987 con la corporación Barrio Comparsa, la misma que Fernando continúa dirigiendo. Con ella han tenido relación buena parte de las organizaciones culturales que subsisten en Medellín.
Solo que tanto trajín de una vida entera terminó desgastando la energía del “gordo” –no su sonrisa–, quien hace doce años sufre diabetes.
–Esto ha sido muy duro porque me deshidrato muy fácil para salir a la calle a brinconiar con los muchachos. Me deshidrato hasta el alma. Entonces, entro a unos ritmos que una médica me decía: “Usted pudo haber venido a esta clínica con esa diabetes alborotada porque se comió un marrano frito, un bulto de azúcar y yo lo curo, pero el estrés que tiene no lo puedo curar”. El estrés, dice Fernando, es producto del agotamiento, de la tristeza, de no poder hacer muchas cosas.
El legado de todo ese proceso reposa actualmente en una casona de casi 700 metros cuadrados de área, con todo y solar, en el barrio Prado Centro, donde habitan Fernando con su perro Alegría. Allá se pueden ver tal vez más de 20.000 fotos que registran ese trasegar, vestidos que han usado en presentaciones, muñecos, zancos, libros, artículos de prensa y juguetes varios para enseñar a punta de lúdica. También hay un taller de modistería y otro de carpintería donde toman forma las ideas nuevas de los artistas.
El plan es que ese “arsenal” se convierta este año en el Museo de la Alegría, que sería como el relanzamiento de Barrio Comparsa al cumplir 33 años. Para la inauguración ya Fernando y su grupo están modelando los muñecos y está también la música.
–Si en marzo no lo logramos seguiremos insistiendo, dice Fernando exhibiendo su teclado bucal –dice.
Él habla de todo esto como si fuera su herencia para la ciudad ahora que, según dice, va de salida. Los otros legados son cuatro hijos que se volvieron cómplices y han seguido sus pasos –los tres hombres son músicos y la mujer, la que más lo acompaña, es bailarina y maestra de lúdica que se la pasa de país en país– y cientos de artistas que dispersan su semilla por los barrios de la ciudad.