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La historia del “milagro” diario que alimenta a 90 estudiantes en comedor de La Sierra, en Medellín

Un restaurante en el que se une el esfuerzo de lugareños con el apoyo de privados les da almuerzo y programa acciones para fomentar la convivencia en ese sector.

  • Cada familia aporta $4.000 por usuario, pero con frecuencia no tienen con qué y toca recurrir a padrinos que subsidien la cuota. FOTO: JULIO HERRERA
    Cada familia aporta $4.000 por usuario, pero con frecuencia no tienen con qué y toca recurrir a padrinos que subsidien la cuota. FOTO: JULIO HERRERA
  • La historia del “milagro” diario que alimenta a 90 estudiantes en comedor de La Sierra, en Medellín
  • La historia del “milagro” diario que alimenta a 90 estudiantes en comedor de La Sierra, en Medellín
24 de marzo de 2025
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—Qué hay acá que no haya en tu casa —le pregunto a Wilmar Mena Palacios, un jovencito moreno, de unos 13 años, y la respuesta es contundente.

—Comida.

Estamos en el límite entre los barrios La Sierra, Villa Turbay y Villa Liliam, en el restaurante comunitario que coordina Carmen Pérez desde hace unos tres años y en el cual le colabora además su esposo Davidson Holguín. El objetivo allí es darles almuerzo a casi 100 niños y niñas que acuden, bien porque sus familias son muy pobres o porque su madre, padre o responsable trabajan y no tienen la oportunidad de despacharlos con un alimento caliente a la hora que es; o por ambos motivos a la vez.

“En muchos casos, de pronto la mamá se va a trabajar y por rapidez les hace un arroz y entonces ya el niño lo saca y le echa salsa o un huevito y ya. Ese es su almuerzo para irse al colegio”, apunta Carmen.

“También tenemos algunos, que si no fuese por el almuerzo de acá se sostendrían con el refrigerio que dan en el colegio —un vaso de leche o de yogur con un banano o cereal—, que tampoco es suficientemente nutritivo”, añade.

Esta es una zona que se fue levantando hace más de medio siglo a manera de invasión, con sus ranchos de tabla y senderos en tierra pelada, pero el esfuerzo de la gente la transformó en lo que es hoy: un sector populoso, donde la mayoría de los tugurios fueron reemplazados por casas de varios pisos en concreto y adobe; las calle de acceso, ya pavimentada, parece una culebra que da vueltas ascendentes mientras que de ella se desprenden escalas y senderos formando toda una red de cemento; lo que no ha cambiado es el desempleo, la informalidad y la miseria.

En la primera década de este siglo se vivió una guerra urbana con grupos enfusilados, quedando en medio una población marcada por la marginación. La Sierra se hizo famosa por el documental homónimo de Margarita Martínez y Scott Dalton que relataba esa historia y que recibió premios internacionales.

En ese contexto fue que hace alrededor de 25 años la parroquia de La Sierra fundó un restaurante en el sector Guayaquilito para aliviar el hambre de los más pobres, pero en diciembre de 2021 decidió que ya no iba más con él, porque los recursos no le alcanzaban para financiarlo al tiempo que mantenía abierto otro comedero más próximo al templo y su feligresía.

Ahí entraron en escena Carmen y Davidson (ella de 39 años, él de 40), una pareja como todas las del sector, sin más recursos que los otros habitantes y que venían picados por el bicho del trabajo en favor de la gente.

Ellos distan mucho de ser ricos pero ante el cierre inminente y aun sin saber mucho de trabajo con niños ni de restaurantes, le dijeron al sacerdote que querían continuar con la obra para no dejar a los usuarios en el aire. Los cuatro integrantes de la familia —tienen dos hijos— sacrificaron la intimidad para montar un engranaje que alimentara a una centena de personas; la sala se transformó de pronto en un comedor con dos mesas de cuatro puestos por donde desfilaban los comensales a velocidades de maratón.

“En ese tiempo era una fila, entonces se paraba uno y ¡boom!, entraba otro, y así, era ‘terminá rapidito que voy yo’, y el que iba desocupando el plato se paraba a tomar el jugo para que el otro se pudiera sentar”, cuenta Carmen.

Cuando Davidson tuvo materiales y tiempo, amplió la terraza y tumbó el muro que separaba la sala y la pieza trasera para que el comedor ganara espacio.

La historia del “milagro” diario que alimenta a 90 estudiantes en comedor de La Sierra, en Medellín

***

Esta historia de esfuerzo se mezcla con otra de filantropía, porque a la par en La Sierra, existía la corporación Sembrando en Familia —se creó hace 18 años— cuyo núcleo son Teresita Sierra, su esposo Diego Sarasti y Rosa Blandón, con un conjunto de benefactores ocasionales que gravitan a su alrededor. Una de las madrinas, por ejemplo, les pide en Navidad a sus compañeros de gimnasio que en vez de regalos le den cosas para la fundación y otra les dice a sus amigos que los obsequios de cumpleaños sean en plata, con ese mismo fin.

A punta de talleres y actividades lúdicas durante varios días a la semana con niños, mujeres y jóvenes han generado conciencia contra el maltrato. Su objetivo siempre ha sido ayudar a mejorar la convivencia.

“Nos reuníamos a pintar, a escribir historias, a hablar y a hacer juegos con reglas, porque los niños tenían alguna dificultad con la atención y el cumplimiento de las normas. Con las mamás también buscábamos que aprendieran a reprender sin maltratar. No hacíamos nada raro”, cuenta Teresita, jubilada desde hace año y medio.

Esta entidad también se ha sostenido con pequeños aportes individuales y en la medida de las posibilidades comenzó a colaborarles a familias con mejoramientos de vivienda. Por intermedio de Rosario, una de las patrocinadoras, llegaron también Gabriel Pérez y su esposa, dos residenciados en Estados Unidos que apuntalaron económicamente algunas mejoras.

Aquí viene la amalgama: Por una parte, Davidson, como oficial de construcción que es, ejecutó parte de las obras de cemento, en tanto que su esposa, Carmen, trabajaba los sábados haciendo los refrigerios para las actividades de Sembrando en Familia.

Con la naturalidad con la que pasan las cosas de la gente común y corriente, sin convenios engorrosos, lo que dejaba de ser útil en la corporación lo empezaron a entregar al restaurante y luego terminaron en una simbiosis. De hecho casi que en ese mismo tiempo en que Carmen y Davidson pasaban dificultades para sostener su quijotada, Sembrando en Familia cavilaba la posibilidad de trasladar su acción a otra parte porque sentía que La Sierra se había saturado de ONG.

“Nuestra labor era más educativa, pero ya nos centramos más hacia el comedor. No queríamos que como corporación se perdiera lo que habíamos hecho y nos unimos con esa familia”, apunta Teresita.

A finales de 2023, don Gabriel donó un lote y la mayor parte de los materiales para que el restaurante tuviera sede propia, otros ajustaron con insumos como las baldosas, mientras unos más pusieron plata para comprar el fogón y las ollas gigantes.

Davidson hizo un gesto de lo valioso que es dar de lo que falta y no de lo que sobra al donar la mano de obra, pero la cereza del pastel —que sigue conmoviendo a quienes están alrededor de esta experiencia— fue que quitó una ventana de su casa porque era indispensable en la nueva edificación. Las mesas y sillas que les donó el Colegio Colombo School facilitan que ya los beneficiarios no tengan que engullir a las volandas los alimentos sino que puedan sentarse cómodos y con calma.

***

Cada día en el restaurante hacen milagros para que el mercado alcance, teniendo en cuenta que funcionan de lunes a viernes y el sábado lo dedican solo a las labores lúdicas que programa Sembrando en Familia. Don Gabriel les da con qué comprar las verduras, en tanto que la fundación Canales de Amor les dona 20 libras de carne y seis pollos cada dos semanas. Fuera de eso, cada usuario aporta $4.000 semanales con los que se paga a las señoras de la cocina.

Las aves se van en una sola sentada del centenar de comensales y para que todos coman de ahí, las manipuladoras de alimentos hacen rendir con zanahoria y hogao. La carne la dividen para todo el periodo y ajustan repartiendo un día atún o sardina que también envían otros buenos benefactores; un día de los cinco completan los malabares entregando huevo y otro, a falta de proteína animal, decoran el “seco” con tortas de garbanzo o lentejas.

La atención es en dos turnos: el primero comienza a las 11:30 a.m. con los niños y niñas que almuerzan antes de irse al colegio y el segundo, entre 12:30 y 1:00 con los que vienen al terminar la jornada académica.

En las tardes, Teresita, Carmen muchas veces acompañada de su hijo Juan David (20 años) y alguna de las colaboradoras ocasionales de la corporación empatan con una buena dosis de recreación y dinámicas de grupo, apuntando al objetivo jamás olvidado de mejorar la convivencia.

***

En la cocina huele a algo guisado que está próximo a hervir. Entre tanto, Carmen y dos mujeres que le ayudan preparan una ensalada de repollo y zanahoria. Apenas son las once pasadas de la mañana y por el restaurante ya revolotean tres niñas con pinta de colegialas juiciosas; dos son preadolescentes, idénticas. Y cada vez que pasan los minutos se les van uniendo más.

El murmullo de los comensales ansiosos presiona a Carmen hasta que, hacia las 11:17 a.m. les indica a las auxiliares que empiecen a servir.

Pasa una fila con platos plásticos. A cada uno le corresponden dos: uno con una sopa de lentejas y otras verduras y otro con el “seco” donde va la ensalada, el arroz y una radiografía de salchichón frito.

Natalia García, de ocho años y en tercer grado en el colegio Gabriel García Márquez, lleva tres años en el restaurante, es decir desde que Carmen y Davidson lo tenían en su casa, que queda apenas a unos 50 metros, por el mismo viaducto peatonal del local actual. Su papá es vigilante en el colegio y su mamá, aseadora en una entidad de salud.

Le pregunto si tiene hermanos y señala con la mano a un niño de gafas que come juicioso en ese momento detrás de mí. También tiene un hermanastro, por parte de su madre, según dice luego, pero vive en la costa, más otro bebé de once meses por parte del papá.

—¿Qué es lo más rico de venir aquí?

—La comida —responde.

Explica luego que su mamá trabaja por la noche y casi nunca puede hacerle el almuerzo. Por eso les tocaría comer frío, porque al dejarlos solos les tienen prohibido coger cuchillos ni encender fogones.

Para este momento, Wilmar, el joven con el que empieza este artículo, se está limpiando ya la boca y se apresta a marcharse al colegio después de comer lo que le sirvieron más otra tanda. Es alto, delgado, menos prolijo con las palabras que con el estómago y las gambetas; se le nota a leguas la pinta de futbolista. Cursa el grado sexto y al lado su hermano gemelo Edward le ayuda a terminar las ideas cuando él no encuentra las palabras.

La historia del “milagro” diario que alimenta a 90 estudiantes en comedor de La Sierra, en Medellín

Son miembros de una familia de 14 hijos (cinco todavía son menores de edad) que llegó de Istmina (Chocó), desplazada por la violencia cuando ambos estaban aún muy pequeños. Los papás son recicladores y todos residen en una casa en la que pagan $350.000 pesos de alquiler, de manera que lo que devengan difícilmente les alcanzaría para tener bien a toda la prole. Esa, según Carmen, es una situación repetitiva en esta área.

—¿Qué es lo que te gusta venir aquí? —le pregunto a Edward.

—Todo —contesta, y luego especifica explayándose en la descripción de la ensalada, la carne y el arroz. Ahí es donde confiesa que en la casa familiar hay ocasiones en que escasea el almuerzo.

En general, no se ven entre los beneficiarios que están acá esta mañana chicos con semblante de desnutridos, pero Carmen apunta que en un principio sí los había.

La interrogo cuál es el caso más extremo que le ha llegado y ella trae a colación los tres hermanitos (dos niños y una niña) que hoy tienen 15, 12 y 10 años. Recién ingresados pedían que les sirvieran poca comida y a los minutos la vomitaban.

“Les preguntamos si ellos mismos se inducían las náuseas o qué pasaba y entonces la niña me dijo: ‘es que yo solamente estoy acostumbrada a tomarme un aguapanela para ir al colegio y de resto paso es con lo que me dan allá’. Al mes y medio ya toleraban mejor el alimento y en este momento están más adaptados”, relata Carmen señalando con disimulo a un jovencito que come silencioso en un extremo de la mesa contigua de donde acontece esta conversación, que es uno de los protagonistas de esa tragedia.

La otra historia que más la ha conmovido se ve introducida cuando Teresita saca $16.000 pesos en billetes de dos mil para entregárselos. Con ellos, de su propio bolsillo, aparte del trabajo que hace a nombre de Sembrando en Familia, está apadrinando para todo un mes a un chico que no puede dar los $4.000 semanales. En los casos en los que no tengan, la madre puede suplir la cuota con tiempo de apoyo en la cocina y en otros casos, resulta algún samaritano que aporta la plata.

El ”ahijado” es un niño cuya madre y padre no responden; la cuidadora es su abuela, una mujer de la tercera edad, que aunque en situación mísera prefirió adoptarlo antes de que se lo llevara el ICBF. Ni siquiera logra reunir la cuota de sostenimiento del nieto en el restaurante porque su ingreso es lo que gana vendiendo cremas en el Centro en las mañanas más lo que le deja una tienda de ventana en su casa, donde lo más escaso son los clientes, y como consecuencia las ganancias.

El restaurante, fuera de los 90 colegiales, alimenta a seis almas más, entre adultos mayores que no pueden valerse bien por sí mismos y personas con necesidades especiales.

Por ejemplo, este día está Paula, una morena risueña que muestra con los cinco dedos de la una mano la edad: cada uno representa una década. Es recicladora, tiene una hija de 20 años y lleva dos años viniendo. Come a punta de cucharadas rápidas, como si la tierra fuera a implosionar ahora mismo. Se acaba el seco y tiene un plato enorme repleto de sopa.

Dice que normalmente en la casa hacen almuerzo para su mamá e incluso para ella pero no alcanzan a saciar su apetito voraz.

Luego de que tiene el estómago lleno, se queda la tarde para la recreación con los demás usuarios porque asegura que ella es una niña de 12 años, y se comporta como tal a pesar de esa mole de cuerpo que puede cuadruplicar al de los compañeros de juego.

De nuevo Teresita remata con un comentario cargado de modestia sincera, aunque cuestionable teniendo en cuenta la entrega que se advierte en este trabajo: “No hemos hecho grandes cosas, pero hemos dejado recuerdos bonitos; por lo menos los hemos hecho sentir queridos”.

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