Las guerras también se luchan contra el tiempo. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, anunció su intención de poner fin a esa batalla, retirando las tropas de su país que siguen combatiendo en el desierto de Afganistán. Al calor de las bombas no solo se fundieron aquí veinte años, más que la suma de la primera y la segunda guerra mundial, también cualquier posibilidad de certeza. La Casa Blanca abandona con el conteo claro de muertos y la duda amarga de si su “sacrificio” sirvió de algo.
“Algunos insisten en que no es el momento para marcharse. ¿Cuándo será buen momento para irse? ¿En un año más? ¿En dos más? ¿En otros 10 años?”, preguntó el presidente. El 11 de septiembre de 2021, en el vigésimo aniversario de los atentados contra las Torres Gemelas que justificaron la intervención, ya no habrá más soldados de EE. UU. en Afganistán. Un cierre simbólico para una guerra que los medios estadounidenses calificaron de “interminable”.
A su partida le seguirá la del resto del mundo occidental. La OTAN confirmó que retirará, en un proceso a partir del 1° de mayo, el remanente de soldados. La alianza coordina a por lo menos 10.000 uniformados—7.000 de países diferentes a Estados Unidos—. “Siempre hemos dicho que vamos a entrar juntos y vamos a salir juntos”, dijo para Reuters Annegret Kramp-Karrenbauer, la ministra de Defensa de Alemania, el segundo Estado con más tropas. Eso pese a que la supuesta coordinación vino solo después del anuncio unilateral de la Casa Blanca.
“Al día siguiente, los talibanes se regodearon de su supuesto triunfo”, señala Hasan Turk, analista internacional de conflictos. Los talibanes son el movimiento o secta que llegó a controlar el 90 % de Afganistán y el rival que Washington se propuso vencer. “La realidad, tanto tiempo después, no parece distar mucho de esa conclusión de los extremistas”.
El “juego” de las potencias
“Afganistán es conocida como el cementerio de los imperios”, explica Turk, “las potencias que la han conquistado o han tenido presencia en ella, terminan por perder rápidamente su control”. La historia podría explicar el aparente fracaso de EE. UU. en lograrlo.
El país, de apenas 647.497 km2 (casi el tamaño de España y la mitad de Colombia) ha pasado por manos persas, indias, turcas, inglesas, rusas... En los últimos 2.500 años, al menos veinticinco dinastías han intentado gobernarlo. “La situación geoestratégica le convierte en una pieza clave en el tablero de ajedrez de las grandes potencias”, explica en su tesis de doctorado el investigador español Jose Miguel Calvillo de la Universidad Complutense de Madrid. “Es puente de salida de las principales reservas de gas del mundo”.
Su destino ha sido ser el patio de guerra de las potencias. En el siglo XIX fue conocida por aquello que se denominó el “Gran Juego”, la competencia entre los británicos y los rusos por lograr influencia en la región. El imperio británico invadió en tres ocasiones a Afganistán entre 1839 y 1919, desatando tres guerras anglo-afganas. En 1919, tras ser un protectorado inglés durante 40 años, el país logró su independencia.
Unas décadas después, en 1978, bajo el fragor de la Guerra Fría, la Unión Soviética invadiría la nación. El famoso politólogo Samuel P. Huntington, ya fallecido, explicó por qué el movimiento soviético despertó el interés norteamericano. Citado por Calvillo, Huntington señaló que el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) vio “en el conflicto la posibilidad de conseguir el rollback (retroceso) de la Unión Soviética en un país que había caído bajo su órbita”.
“La invasión soviética produjo una resistencia afgana que, aunque poco cohesionada, pudo unirse por el flujo de ayuda a la causa de los denominados mujahideenes (combatientes) y logró mantener una guerra de guerrillas en oposición a los invasores”, escribe la magíster en análisis de problemas políticos, Angélica Alba Cuéllar, en el artículo “El resurgimiento de los talibanes en Afganistán”. No lo hicieron sin ayuda. “Durante ese periodo, los estadounidenses, paquistaníes y saudíes intentaron proporcionar a los mujahideenes mejores armas y estimularlos para formar un gobierno interino”.
Catorce años duró esa guerra. Las últimas unidades soviéticas abandonaron Afganistán en 1992 dejando un país en ruina. “Un millón de afganos muertos, una tercera parte de la población refugiada en el extranjero (principalmente Irán y Pakistán) y centenares de miles de campesinos asentados en las afueras de las ciudades tras abandonar sus aldeas”, escribe Calvillo. El conflicto no terminó allí.
La sociedad afgana no era nada conocida por Occidente. Carlos Alberto Patiño, doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana, explica en su libro “Guerras que cambiaron el mundo”, que los norteamericanos subestimaron la realidad cultural, “determinada por el islam como cultura hegemónica y étnica en sociedades profundamente tribales”. El país cuenta con cerca de 25 grupos étnicos diferenciados, lo que lo hace uno de los Estados más fragmentados del mundo. En el caos dejado por la Guerra Fría emergió un grupo universitario de jóvenes que prometió orden.
Los talibanes
En el momento más crítico de esta guerra “interminable”, la coalición liderada por EE.UU. llegó a tener en Afganistán más de 130.000 efectivos. Todos dirigidos contra un grupo que estaba en el poder en “uno de los hechos más inesperados en la historia reciente”, explica la profesora Cuellar. Los talibanes surgieron en el verano de 1994. De talib o estudiantes, eran víctimas y no combatientes de la guerra de expulsión de los soviéticos.