Cuando en el 2000 la Universidad de La Florida le pidió a un grupo de estudiantes que imaginaran el lugar donde el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, sería enterrado, los jóvenes, entre americanos y exiliados de la isla, pensaron en una avenida inmensa de La Habana por la que pasaría el féretro, envuelto en una urna de cristal y rodeado de hileras de seguidores y líderes de medio mundo. Luego, imaginaron un mausoleo monumental donde el comandante pasaría a la eternidad, con emotivos discursos de sus allegados y transmisión en vivo.
Así lo recuerda el cubanólogo Emilio Ichikagua, para quien la idea de una muerte mítica se fue desmoronando desde el 31 de julio de 2006, fecha en que Castro delegó provisionalmente su cargo a su hermano Raúl, mientras se recuperaba de una cirugía intestinal.
“Ese día, Castro murió para muchos. Los programas de humor de Miami dejaron de imitarlo, ya no fue más la persona del momento, y aunque no hay duda de que está en la historia de Cuba, su apellido es una especie en extinción”, comentó el experto en la isla, para quien lo anterior explica por qué su partida no generó las vivencias intensas que un día proyectaron los estudiantes.
Ayer, el sepelio del líder fue más simple de lo que se esperaba. Castro no fue embalsamado, como la mayoría de líderes comunistas que han hecho historia. Sus cenizas, en cambio, fueron inhumadas lejos de los reflectores, en una ceremonia privada en el cementerio Santa Ifigenia de Santiago de Cuba, donde él nació.
Según reportó la agencia Efe, aunque cientos de seguidores con pancartas y arengas se reunieron a las afueras, solo asistieron unos pocos familiares y algunos líderes políticos extranjeros, entre los que estaban Nicolás Maduro, Luiz Inàcio Lula da Silva y Dilma Rousseff.
Sin discursos, Raúl depositó la urna de cedro con las cenizas en el interior de una roca de cuatro metros de alto que, según informaron las agencias, fue trasladada desde la Sierra Maestra, donde el líder y su ejército protagonizaron su lucha guerrillera.