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Tener que oficiar la homilía con tapabocas es una de las cosas más difíciles que le ha tocado vivir a Diomer Arley Gómez, párroco de Puerto Berrío, en cuya iglesia se inició ayer el piloto de reapertura de los templos en Antioquia. La primera misa se celebró a las 6:00 a.m. con 17 asistentes.
Para el religioso, más allá de los protocolos de bioseguridad que deberá guardar para garantizar que en su templo no haya contagios por la covid-19, usar la prenda es como hablar con la boca cerrada.
“Estamos ensayando varios a ver cuál se ajusta más y nos permite respirar y hablar sin sentirnos asfixiados”, dijo el sacerdote, que oficia en la parroquia Nuestra Señora de los Dolores, la más importante de esta localidad del Magdalena Medio, municipio sin casos positivos del virus, lo cual le dio a la alcaldía la facultad de iniciar allí el piloto. La reapertura fue avalada por la Diócesis de Barrancabermeja, que rige a la localidad, afirmó el padre, que celebró el poder reencontrarse con su pueblo.
Pero no es solo abrir las puertas. Como si se fuera a ingresar un edificio presidencial, hay controles severos a la entrada, cercos por atravesar: las personas deben mostrar su cédula para certificar que están en la lista de anotados para la eucaristía, que se hace previamente. Pasado este filtro, sigue la toma de temperatura, que no supere los 37 grados. Luego, el feligrés debe pararse en un tapete para la limpieza de sus zapatos y de allí pasar al lavamanos y desinfección. A paso seguido, personal de la iglesia lleva a cada creyente a su puesto. La ocupación es banca de por medio y solo dos personas por banca. El padre Diomer tomó una decisión:
“La comunión, que es un momento especial de respeto y reverencia, lo dejé para el final, para irme a lavar bien las manos. No sé si es correcto o no, pero no podemos tocar la hostia sin la debida higiene, y a las personas se les entrega en la mano para evitar el contacto con las bocas, eso da más seguridad”, explicó el sacerdote, que pensaba dar cinco misas al día con 30 personas cada una, pero al final decidió que serán solo dos: una a las 6:00 a.m. y otra a las 6:30 p.m. cada una para veinte personas. Ayer, a la primera misa, faltaron tres de los inscritos.
El cierre de los templos fue una de las primera decisiones del Gobierno Nacional, junto a los colegios y eventos masivos, con el propósito de mitigar el avance de la enfermedad.
Dice el adagio que la fe mueve montañas, pero a pesar de eso no ha movido al presidente Iván Duque, que en sus discursos por televisión no ha hecho mención al problema de los sacerdotes. Así lo siente Álvaro Mejía, de la parroquia San Andrés Apóstol, en Castilla, quien espera la orden de reapertura, pues aunque llevar el mensaje bíblico por medios virtuales le ha funcionado, nada reemplaza el contacto con los feligreses.
“Desde que inició la cuarentena empezamos a transmitir la ceremonia por la página de Facebook, que la usábamos para publicar mensajes de la parroquia. Teníamos más de 4.000 seguidores y cada día suben, el martes nos mandaron más de 350 solicitudes”.
La peor tristeza de este líder religioso es no poder dar la comunión, que es la que expresa el reencuentro de las personas con su Dios. ¡Claro! La confesión no puede hacerse por WhatsApp, “porque se rompe el secreto sacramental” y no hay ritual que reemplace el acto de comer la hostia.
Otro drama de los sacerdotes es el económico, pues la mayoría de parroquias viven de los aportes que hacen los asistentes a las misas. Y si no las hay presenciales, se reducen las donaciones.
“Las parroquias tienen gastos que no paran, como servicios, impuestos y trabajadores, a los que hay que mantenerles el empleo y pagarles todo”, añade el padre Álvaro, con una cuenta de $1.625.000 por pagar en sus manos, aunque cuenta que de todos modos a la iglesia han llegado aportes “porque Dios no abandona a nadie”.
En Barbosa, el padre Julio César Salazar, de la parroquia María Auxiliadora, ha venido celebrando misas a puerta cerrada con 10 asistentes previamente anotados y siguiendo protocolos de seguridad similares a los del cura Diomer. Sostiene que para la feligresía es fundamental congregarse para ungirse de una gracia nueva, compartir la fe.
“Al congregarse, la gente no es anónima sino que es la iglesia que toma forma. Por eso el templo abierto es esencial”, estimó. Afirmó que la pandemia trajo retos. En la Semana Santa, que fue virtual, mucha gente le expresó que se sintió mejor.
“Me decían que oír el mensaje en la casa, sin las distracciones que hay en una procesión, les tocó más el alma”.
En Concepción, el padre Guillermo Montoya, que ejerce en la Inmaculada Concepción, aseguró que no ha permitido el ingreso de personas al templo por ser disciplinado con las prohibiciones. Pero confiesa su desazón.
“Dar misa para las bancas del templo es muy duro. Uno sabe que el mensaje llega así sea por la emisora, pero nosotros necesitamos el contacto con la comunidad”.
Aunque trata de entender la medida de cerrar las iglesias, concluye que puede levantarse.
“Si alguien puede manejar bien un aislamiento somos nosotros, porque llevamos todos los protocolos y la gente que viene al templo está quieta en su sitio desde que llega hasta que se va”, sostiene.
Aunque no hay una rebelión de las sotanas ni han sacado trapo rojo, tal vez el silencio de las campanas que convocan a misa es el signo más diciente del dolor que les causa a los fieles ver las iglesias cerradas. Por lo menos en Puerto Berrío, a tres horas de Medellín y a seis de Bogotá, empezaron a sonar. La idea es que las escuche el presidente Duque y les dé permiso de abrir, “así sea por caridad”, dice Ángela Sánchez, fiel asistente a las misas de la parroquia San Andrés Apóstol. Ella siente que, en este momento, casi toda la gente “está en pecado”, sin poder comulgar .