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En las movilizaciones y manifestaciones planificadas como movimiento social y político permanente, allí donde y cuando se presenten, hay un pulso de fuerzas, una medición de poder. Y para quienes desempeñan el Gobierno, el dilema de si ceder o no en determinados aspectos siempre abre la posibilidad de que la reversión de políticas o medidas tomadas sea valorada por la contraparte como signo de debilidad y, por lo tanto, estímulo para escalar el nivel de confrontación y aumentar las exigencias y pretensiones.
Por eso lo que está pasando en Colombia no es inédito, si bien su nivel de agresividad y afectación de derechos individuales y colectivos está escalando a niveles que podrían tener graves consecuencias para la convivencia social.
El presidente Iván Duque decidió retirar su propuesta de reforma tributaria, aceptar la renuncia de la cúpula del Ministerio de Hacienda, nombrar a un técnico conciliador y conocedor del pulso del país, y convocar ayer a un amplio espacio de diálogo con sectores políticos, económicos, empresariales y sociales.
Las manifestaciones y movilizaciones de los últimos días, para las cuales se ha vuelto a convocar hoy, tienen multiplicidad de motivos y pluralidad de sectores que son voces de inconformidad que, no obstante, no tienen representantes específicos, así varios líderes y movimientos pretendan apropiarse de la fuerza de “las masas” como pretendido bloque de poder. Como hay esa pluralidad de interlocutores, es lógico que sean varios los sectores que serán convocados a los diálogos, tan necesarios y esperados en un ambiente que llegó a niveles preocupantemente virulentos.
Si de lo que se trata es de abrir vías a soluciones concertadas, de encontrar mejores formas de ejecución de políticas sociales que beneficien a los más desfavorecidos, de bajar temperatura a pugnacidades proclives a la violencia, los sectores convocados deben aceptar esa interlocución que se les abre. El gobierno de Iván Duque es legítimo de origen y de ejercicio, demócrata, y lleva más de un año ejecutando el máximo esfuerzo fiscal que le haya tocado a administración alguna en muchos años para revertir la ruina dejada por una pandemia incontrolable.
Cometerían un grave error –político y moral– aquellos que quieren instrumentalizar las protestas para efectos electorales del corto plazo. Y no se diga aquellos para los que el caos y la violencia sirven a sus intereses nihilistas y anarquistas. Cali es una ciudad arrinconada por esas fuerzas violentas. En Medellín incendiaron la Oficina de Derechos Humanos de la Personería, entidad que vela por los derechos fundamentales de los más necesitados. Se atacan empresas, se bloquen vías y se impide el transporte de alimentos, medicinas, del oxígeno vital para los enfermos y hasta de las vacunas contra el Covid. ¿Qué beneficio a los más pobres reportan con esos actos vandálicos?
Las autoridades y la ciudadanía deben respetar el derecho a la protesta –así como tienen el deber de advertir los riesgos de contagios en esta época– y los gobernantes deben cumplir sus funciones para la protección de los bienes públicos y privados. Las ciudades y poblaciones deben estar protegidas contra la destrucción, que no es protesta legítima.
Dijo ayer el presidente Duque que “no existen dilemas entre la legalidad y la protección a los derechos humanos, ni entre la paz y la justicia; son compatibles, son hermanas, y todos debemos ejercerlas”. Así es. Nadie debe sentir violentado su sentido ético ni democrático con un postulado así. Se ha abierto un espacio conveniente, útil y necesario de diálogo entre la institucionalidad y la sociedad civil, y quienes realmente quieran la prevalencia del bienestar general, habrán de acudir allí con el mejor espíritu constructivo