Para mañana está citada la diligencia de indagatoria del expresidente y senador Álvaro Uribe en la Corte Suprema de Justicia. Según las normas procesales, allí deberá acudir en compañía de un abogado defensor para responder las preguntas de un magistrado investigador de la Sala de Instrucción, una especie de primera instancia que, con posterioridad a la diligencia, deberá definir la situación jurídica del exmandatario.
Es, como se ha repetido de forma insistente, la primera vez que un expresidente es citado a indagatoria ante la Corte Suprema. Y es esta instancia judicial la que lleva el proceso porque los hechos que se le atribuyen –que deberán ser probados por los magistrados, no se olvide que está amparado por la presunción de inocencia– corresponden a la época en que Uribe era senador, no presidente.
El giro de los acontecimientos para llegar a esto fue realmente sorprendente incluso en un país sometido a los vaivenes políticos y jurisprudenciales que aquí se han visto. El expresidente y en ese momento senador denunció ante la Corte Suprema lo que, a su juicio, era una actividad continuada de búsqueda y preparación de testigos en su contra, con el foco puesto en personajes encarcelados, investigados o ya condenados por graves crímenes. Uribe señaló como promotor de eso al también senador Iván Cepeda, del Polo Democrático, con quien lleva años en una tenaz confrontación política y personal.
El entonces magistrado José Luis Barceló, antes de que entrara en vigencia la reforma que creó las Salas de Instrucción en la Corte Suprema que separó las funciones de investigación y las de juzgamiento, decidió que quien debería ser investigado no era Cepeda, sino Uribe. Dijo que Cepeda estaba legitimado para ir a las cárceles a buscar testimonios en su condición de miembro de la Comisión de Paz y Derechos Humanos del Congreso. Y para iniciar proceso penal contra Uribe, se apoyó en interceptaciones telefónicas que, por un “error” todavía inexplicado pero “legalizado” por la Corte, le hicieron al teléfono celular del expresidente (lo cual ha incluido transcripciones no literales de conversaciones, con omisión o cambio de palabras).
La Sala de Instrucción deberá determinar si el expresidente ordenó a sus abogados cambiar los testimonios de testigos para que declararan en su favor. Hay de por medio un listado de presos por paramilitarismo con prontuarios de sangre y con una larga serie de “declaraciones a la carta”, olvidos selectivos y recuperaciones posteriores de memoria, con cambios diametrales de versiones y libretos elaborados, cuando menos sospechosos. Corresponderá al magistrado instructor afinar la crítica de los testimonios, según principio legal vigente que le obliga a someter a riguroso test de veracidad lo que se diga ante su despacho.
Este caso no es un mero asunto de baranda judicial. Hay, inevitablemente, connotaciones políticas. Detrás de él subyace el empeño que algunos que se han trazado como objetivo de vida, lograr el encarcelamiento de su mayor oponente, ya no adversario sino enemigo. Una forma de dirimir con la herramienta penal y no la político-electoral, sus irreconciliables diferencias políticas y cantar la victoria de uno de los dos bandos a los que el expresidente combatió con indiscutible determinación.
Son legítimas las manifestaciones y movilizaciones tanto de simpatizantes como de opositores al expresidente. Los magistrados, no obstante, deben fijar su mirada en la ley, en la verdad, ser escrupulosamente imparciales, abstraerse de cualquier militancia. No cabe proselitismo en autos y sentencias. Su función es clara, su misión está definida en la Constitución.