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La toma de rehenes en un asalto bancario la semana pasada, en el occidente de Medellín, o el hallazgo de armas de fuego arrojadas a un ataúd por los asistentes a un sepelio, no pueden quedar reducidos a actos cotidianos de criminalidad y violencia frente a los cuales los ciudadanos parecieran no inmutarse o ante los que apenas despunta solo el interés del registro mediático en redes sociales y medios informativos. Ante esos episodios de ilegalidad debe brotar un nuevo espíritu de civismo que rechaza la delincuencia y sus autores.
Uno de los saltos cualitativos que reclaman hoy los expertos en asuntos de seguridad urbana es la movilización comunitaria en torno a los organismos de gobierno y seguridad, para combatir a las bandas criminales y sacar de los imaginarios colectivos la idea de que se trata de sujetos “permitidos, aceptados”, con quienes incluso puede obrar la complicidad por acción u omisión. Ni lo uno ni lo otro.
Los medellinenses deben ser cada vez más conscientes del daño enorme al respeto a la vida, a los bienes ajenos, a la convivencia, a la institucionalidad y al mismo sistema democrático que han causado el narcotráfico y las estructuras del crimen organizado.
Es inconcebible que haya más atención y preocupación de los transeúntes y curiosos callejeros por grabar en sus celulares los pormenores de los actos delictivos, que el deseo de ayudar a frenar la comisión de delitos y atentados contra el patrimonio y la vida de sus conciudadanos.
De nada servirán el refuerzo permanente del pie de fuerza policial, la adquisición de cámaras de vigilancia y la mayor operatividad de la Fuerza Pública si no crece, si no prospera entre la gente un sentido de protección colaborativo. De apoyo a los organismos de seguridad y los investigadores judiciales para que reciban información oportuna y privilegiada para desmantelar las decenas de bandas y combos que azotan los barrios de Medellín y el Valle de Aburrá.
Callar ante la extorsión, el expendio de vicio, la prostitución de menores y los hurtos callejeros, entre otros ilícitos, o celebrar los actos ilegales de vecinos e incluso familiares, auspiciar la corrupción de servidores públicos y privados, y creer que se trata de actos y procesos con los que se debe convivir, son parte de la cultura paralela, la “cultura colchón” de una ilegalidad que así jamás podremos derrotar ni extirpar de las prácticas y los ambientes cotidianos en los que se forman los individuos por la vía del ejemplo.
Los ciudadanos y el Estado no pueden tener la cara de las mafias y los delincuentes. No pueden convivir con ellos en una alcahuetería que permite la reproducción del crimen como si fuese una rama más del árbol social. Hay que indignarse y asumir como parte de la educación cívica la necesidad de este cambio cultural que, por supuesto, debe ir aparejado a mejoras en la respuesta del gobierno a las necesidades básicas de la gente.
“El cambio es conveniente”, Medellín lo necesita y paso a paso va entendiendo que es posible prescindir de aquellas ofertas que provienen de la ilegalidad y la vulneración de derechos, entre ellos el de la vida. La seguridad es una construcción social, grupal, solidaria, consciente.
Debemos pellizcarnos y mostrar el deseo de ayudar a que la criminalidad y la violencia dejen de ser una constante de la cotidianidad, y que poco a poco sean asunto del pasado. Que esta sea una capital del civismo y la legalidad.