¿Para qué van ustedes a cine? Porque si van a divertirse, es mejor que dejen la lectura de hoy aquí. No hay manera de divertirse viendo una película como “El club” de Pablo Larraín. Y no es, como pasa con las cintas de terror (y esta es una de ellas terrible, jodida), que la diversión no pueda implicar situaciones macabras o violencia. Es que esta película no está hecha para divertir, sino para indignar, para que cause desagrado y repulsión, de tal manera que la reflexión final no sea un camino fácil.
Nos traslada el director a un lugar apartado desde el inicio. Lo sabemos por el clima y la soledad, porque linda con el mar, y porque la fotografía pareciera haberse pensado para que todo lo cubra una bruma lánguida. En este lugar vemos cómo un hombre pequeño, flaco y desgarbado, entrena a un galgo largo, flaco y desgarbado, para que participe en una carrera canina que el grupo de cuatro hombres y una mujer del que hace parte, mirará desde lejos, como si no quisiera encontrarse con nadie en las tribunas. Será el primer indicio de que algo, todo, anda mal.
El hombrecito es Alfredo Castro, el “actor fetiche” de Larraín, que igual que en “Tony Manero”, el segundo largometraje del chileno, logra con su convincente actuación hacer posible una nueva cara de la maldad, en este caso, completada por la de los otros habitantes de esa casa que es en realidad una celda de confinamiento para sacerdotes que han abusado de su cargo de distintas maneras. Están ahí castigados por sus superiores, pero no hay en ellos ni un signo de arrepentimiento, hasta que llega un nuevo sacerdote, y detrás de él una víctima, Sandokan (un extraordinario Roberto Farías), protagonista de algunas de las escenas más incómodas del cine latinoamericano reciente. Sandokan será, entonces, la voz exasperantemente gritona y honesta de la conciencia y obligará a los habitantes de esa casa, de ese pequeño club exclusivo, a tomar acciones para intentar seguir siendo una amenaza inocua, como un virus encerrado en un tubo de ensayo, por una Iglesia Católica que tampoco sale bien librada en esta historia.
Con personajes así de complejos, el punto más alto de la película se encuentra en las actuaciones. Aquí nadie se comporta como villano de cómic y sin embargo, con pequeños gestos, con las frases que dicen todos cuando el joven sacerdote jesuita que envían a supervisarlos los interroga, causan espanto en la audiencia. ¿Cómo puede ser alguien así?, pensamos. Esa maldad leída, escuchada, se vuelve palpable frente a nosotros y un escalofrío nos recorre la espalda. Sin embargo, al final también pensaremos si ese método, casi de choque eléctrico que usa Larraín, no será también una posición cómoda. Si no era mucho más difícil provocar la reflexión evitándonos el asco, como ya lo había logrado en la extraordinaria “No”.
Vamos a cine porque, además de divertirnos, queremos que nos cuestionen, como hace el buen arte. Si deseamos que el cuestionamiento llegue hasta la tortura, “El club” es la película indicada.