La guerra es una cárcel. Sin importar el bando, el combatiente, encerrado en las fronteras del campo de batalla, depende de factores que escapan a su alcance: las decisiones de sus superiores, los elementos de la naturaleza, los ataques enemigos. Quien no ha vivido la guerra cree en las victorias militares. Quien la conoce de cerca sabe que la única victoria posible es sobrevivir.
Con esta concepción filosófica detrás de sus decisiones, Christopher Nolan reconstruye un episodio de la Segunda Guerra Mundial especialmente importante en Inglaterra: la evacuación de las tropas, arrinconadas por los alemanes en Dunkerque, Francia, que permitió a más de 300.000 soldados volver a casa y que nunca fue percibida como una derrota, gracias a que Churchill supo usar el episodio para infundir ánimo en el pueblo británico.
Dunkerque comienza con una secuencia que casi la resume: una huida sin descanso de las balas enemigas, en la que un grupo de jóvenes soldados (un acierto usar actores con las edades correctas, para recordar que las guerras las libran los que tienen toda la vida por delante) termina llegando a una playa inmensa de la que no se puede salir sin ayuda. Unos postes que gracias al encuadre se ven en pantalla como barrotes, refuerzan la idea de aquel lugar como una celda sin paredes.
Nolan pinta un fresco que abarca distintas perspectivas del hecho, usando un relato partido en tres capas temporales: la de los soldados en la playa, que dura una semana; la de los civiles ingleses que usaron sus barcos personales para ayudar en el rescate, que dura un día; y la de un piloto de un avión Spitfire que vigilaba el lugar. No busca que conozcamos a fondo a ninguno de los personajes porque está más interesado en que como público vivamos la experiencia de la guerra. Por eso filmó en el formato de imagen más amplio posible (la película debe verse en salas Imax para que esto se aprecie), redujo al máximo los diálogos (aunque hay uno que, por su tonito didáctico, tendría que haber suprimido) y escogió una fotografía muy naturalista, para que nos concentremos en lo esencial: unos hombres casi niños que hacen lo que sea para salir de allá, un padre de familia -magnífico Mark Rylance- que demuestra su valor con una dignidad admirable, los ojos de un piloto -soberbio Tom Hardy- que sonríen ante una maniobra heroica que no será reconocida por la historia. La guerra pura, sin nombres o apellidos.
Aunque el objetivo de sentir la tensión del momento se consigue, ayudado por un montaje que crea paralelos insospechados entre las tres dimensiones del relato, y por la música de Hans Zimmer, un metrónomo sobrenatural que evita melodías para marcarnos constantemente el ritmo (a veces hasta se oye un reloj), la debilidad de Dunkerque es alejarnos emocionalmente, tal vez por temor a enaltecer el conflicto. Un fallo menor para una muy buena cinta de guerra que consigue lo que las mejores del género: hacernos sentir miedo de todos aquellos que quieren volver a construir cárceles como aquella.