Esta crítica habría querido ser de “Jason Bourne” o de “El buen amigo gigante”, pero la imposibilidad de encontrar una versión subtitulada de estos títulos en un horario decente (o incluso indecente, de la película de Spielberg simplemente no hay) hizo imposible que eso ocurriera. El doblaje de los diálogos al español, que antes sólo aparecía como opción para ver cine animado, se está volviendo una pesadilla omnipresente. Si también les molesta, si también están conscientes de todo lo que se pierde al no poder oír las voces originales de los actores, pueden hacerlo saber en sus redes sociales usando la etiqueta #NoMásCineDoblado
Al ser una película argentina, no hay doblaje en “El rey del Once”, el título más reciente del director Daniel Burman, de quien hemos podido ver casi todo su cine a partir de la sobresaliente “El abrazo partido”. Después de sus últimas películas (“El misterio de la felicidad”, “La suerte en sus manos”) con las que parecía dirigirse hacia terrenos de una comedia de humor más grueso, vuelve a tocar los temas del adulto que duda de sus certezas y el mundo de la comunidad judía en Buenos Aires, que tantos reconocimientos le dio al comienzo de su carrera.
Ariel viene de Estados Unidos y por lo que entendemos, lleva mucho tiempo allá, porque como él mismo lo dice, al ser economista no asimila muy bien cómo se puede vivir en ese mundo caótico de la fundación benefactora que regenta su padre y administra su tía, donde no hay una jornada igual a otra (seguramente por eso era tan necesario para Burman usar como estructura de separación de los episodios narrativos, los días de la semana) y donde el jueves todavía no saben si conseguirán lo necesario para celebrar el Purim (una festividad judía) el domingo. Escribo “por lo que entendemos” porque tal vez la debilidad más importante de “El rey del Once” sean las pocas concesiones que tiene con una audiencia internacional, que no necesariamente conoce la cultura judía o entiende los códigos de ese universo.
Aunque sea bonito observar una realidad desconocida que es bien particular, con esa cámara en mano usada maravillosamente por el director de fotografía Daniel Ortega para inyectarle vitalidad y ritmo a la película, en muchos momentos simplemente nos perdemos sin remedio, sin entender por qué pasan ciertas cosas y eso le hace mal a nuestra conexión emocional con la trama. Por fortuna, la estupenda actuación de Alan Sabbagh como ese titubeante y tierno Ariel, que va de favor en favor que le hace a su padre, Usher, sin verlo nunca, porque igual que Dios está en todas partes y en ninguna, permite que la conexión nunca se esfume del todo.
Es verdad que no encajan del todo los elementos de comedia romántica y hay muchos titubeos sobre lo que nos quieren decir, pero la película de Burman consigue ponernos de su parte al reflejar ese momento de la vida en que vamos comprendiendo por qué nuestros padres hicieron lo que hicieron. Y por qué nosotros, sin querer queriendo, los imitamos.