A veces no queremos sorpresas. Pasa cuando hemos tenido una semana difícil y no hay ánimo para enfrentar la decepción de un plato nuevo, por más apetitoso que se vea en la carta, ni cabeza firme para disfrutar aquella novela contemporánea que, según la crítica, experimenta con todas las posibilidades del lenguaje. En esos días, sólo aguantamos la hamburguesa de toda la vida o los capítulos de “Friends” que nos sabemos de memoria. Ocurre lo mismo con el cine que vamos a ver. En ocasiones simplemente nos contentamos con que la película sea exactamente como nos la prometieron en el tráiler. Lo que no significa que el título en cuestión sea malo. Ni que sea bueno, tampoco. Tal vez el problema seamos nosotros, los pasajeros que obligamos al conductor a que tome la carretera que le decimos.
Esta reflexión viene al caso después de ver “Green book: una amistad sin fronteras”, en la que acompañaremos en la ruta por el sur profundo de Estados Unidos, donde el racismo seguía más vigente que nunca en 1962, época de los hechos, al doctor Don Shirley, pianista de jazz en lo más alto de su oficio, y a su chofer y ayudante contratado para la ocasión, Tony Vallelonga, un italoamericano de poca educación, que acepta el encargo mientras el club en el que trabaja controlando a los que se ponen violentos vuelve a abrir. Si usted vio “Conduciendo a Miss Daisy”, es muy probable que sepa lo que ocurrirá en la película, paso por paso: los dos personajes se conocen, listo, chocan por sus orígenes y sus costumbres, por supuesto, y acaban acostumbrándose el uno al otro, fin. No hay que ser un genio para intuirlo.
¿Cuál es el problema si la película funciona desde lo dramático casi como un reloj, y emociona y permite que el público salga de la sala satisfecho? Otra vez puede que el inconveniente seamos nosotros. Porque tan fácil es decir que la película es floja porque sigue todos los clichés del subgénero de amistades improbables (al que pertenece también “Intouchables”, por poner un ejemplo) como negarse a ver sus méritos: esas tres o cuatro escenas que pagan la boleta (una conversación que termina a los gritos, bajo la lluvia, la subtrama de las cartas que le escribe Tony a su mujer) y las dos extraordinarias actuaciones que presentan Mahershala Ali (seguro ganador del Óscar) y Viggo Mortensen. No cualquier par de actores logran sostener una película en la que están juntos más del 70 % del tiempo. Pero estos dos talentosos sí lo logran usando todo el repertorio de los que honran su profesión: juegos con la voz y los acentos, transformación física, amaneramientos controlados, formas propias de caminar o de desplazarse, personajes tridimensionales a los que terminamos queriendo.
Lo que ocurre es que todo termina siendo tan predecible, que uno acaba dudando de su propia alegría. Y ahí es cuando la metáfora viene a salvarnos: sí, es cierto que no hay nada nuevo frente a nosotros. Pero en días complicados, es sabido, no queremos sorpresas. Sólo el plato de siempre, perfectamente preparado.