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Allen en cuarto menguante. Magia a la luz de la luna, de Woody Allen

22 de noviembre de 2014
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Quien haya leído la entrevista a Woody Allen que hace dos semanas publicó la revista Generación de este mismo periódico, seguramente habrá reparado en la negra visión que tiene el director neoyorquino acerca de nuestro paso por este mundo. “La vida es una situación tan trágica, que sólo negando la realidad sobrevives” dice en una de sus respuestas. No es una idea nueva en su obra, por supuesto. Desde sus primeras películas, en una carrera que está a punto de alcanzar las cinco décadas, algunos de sus personajes protagónicos han manifestado este tipo de pensamientos, aunque generalmente con un grado tal de sarcasmo y mala leche, que lo que es simple pragmatismo se convierte en comedia.

En “Magia a la luz de la luna” el actor que carga con el peso de estas ideas es Colin Firth en la piel de Stanley, un ilusionista que llega a la Riviera Francesa con una tarea: desenmascarar a Sophie Baker, una joven que dice ser vidente y que tiene obnubilados con su talento a la mamá y el heredero de una rica familia, que ven en ella la posibilidad de conectarse con su esposo y padre fallecido. Como es usual en Allen, el escepticismo de Stanley se expresa a través de unos diálogos punzantes, que lo convierten en un invitado antipático y que generan, en sus duelos verbales con otros personajes, los momentos más apreciables de una película que, sin embargo, jamás encuentra su rumbo como historia y se convierte casi de inmediato en una charla reiterativa y cansina, que abandona a su suerte al espectador. Es como si Allen hubiera decidido que esta vez lo único que quiere es que pongamos atención a sus ideas, sin distraernos con el desarrollo de una trama.

Lastimosamente lo que consigue con esa excesiva simplicidad narrativa es lo contrario: que dejemos de prestarle cuidado a lo que dicen sus actores, tratados como cabezas parlantes en muchas escenas, para fijarnos en lo que sí funciona de la película: su impecable diseño de producción, vital siempre en una cinta de época; el vestuario, que no sólo suma verosimilitud sino que resalta la belleza fresca y ligera de Emma Stone, y la maravillosa fotografía del maestro Darius Khondji, lo único verdaderamente mágico en esta película, que llena las imágenes con una luz nostálgica y crea postales encantadores, como aquella secuencia donde los protagonistas escapan de la lluvia que los sorprende varados en una carretera, refugiándose en un viejo observatorio astronómico.

Es gracioso que no haya mucho más qué decir de una cinta donde lo único que hacemos como público, sin descanso, es oír decir cosas. Pero ni los actores secundarios tienen momentos que les permitan lucirse o dar algo de profundidad a sus personajes, ni los protagonistas, a pesar de su evidente esfuerzo, consiguen que creamos en los sentimientos que nacen entre ellos. Esta vez Allen confió en que el atractivo encanto de Firth y Stone era suficiente para disimular un guión falto de chispa. Y a estas alturas de su obra, ese truco es muy viejo para que caigamos en él.

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