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El cacique que desafío a los españoles ‘revivió’ en el Cerro Nutibara

El Cacique Nutibara inspiró nombres de lugares en Medellín. Fue el monarca de los catíos y repelió una primera invasión española en 1536. Solo hasta 1927, el Municipio compró por cincuenta mil pesos el morro de los Cadavid, en Belén, y le puso el nombre del líder que desafió a los conquistadores.

  • Trabajadores le aplican una mano de cal al Pueblito Paisa. Construido en los 70 en el cerro Nutibara, este lugar se inspiró en los pueblos tradicionales de Antioquia. FOTO JORGE ZULETA ZEA
    Trabajadores le aplican una mano de cal al Pueblito Paisa. Construido en los 70 en el cerro Nutibara, este lugar se inspiró en los pueblos tradicionales de Antioquia. FOTO JORGE ZULETA ZEA
18 de octubre de 2025
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El “crimen” del que se arrepentirá Medellín por siempre empezó en 1925. Dos años más tarde, desde Roma, el arquitecto Gerardo Posada —pionero de la modernidad en Antioquia— escribió una carta que publicó la revista El Progreso el 27 de septiembre de 1927. En ella, con desconsuelo, reprochaba la decisión de la ciudad de sepultar la quebrada Santa Elena en nombre del cemento y las nuevas vías, aunque sus defensores alegaban razones de salubridad.

Posada advertía que Medellín había enviado así un mensaje nítido: los carros tendrían mejor vida que las personas. La polémica coincidía con los años 20, una década en la que se discutía el modelo de la Medellín Futuro, que aparecía en planos y discursos. De un lado, quienes defendían un urbanismo rígido, cuadriculado, donde la geometría de las calles debía imponerse sin concesiones; del otro, los que, inspirados en urbanistas europeos, insistían en que una ciudad que no lograra armonizar naturaleza, paisaje e infraestructura estaba condenada al fracaso.

Pero los primeros iban ganando. Desde finales del siglo XIX, el legendario médico Manuel Uribe Ángel y otros notables lideraron con éxito una campaña para combatir los supuestos malos aires causados por la biodiversidad del valle; armaron campañas para desecar humedales y quebradas y arborizar la ciudad con especies exóticas como el eucalipto y los pinos, supuestamente buenos para la salud.

El río Medellín estaba domado —eso creían— y su rectificación estaba casi concluida. La Santa Elena yacía bajo cemento y el concepto de zonas verdes públicas se materializó escasamente en plazuelas, placitas y atrios en el centro y los incipientes barrios, replicando la exigua visión de paisaje y naturaleza europea, entendidos solo como mero ornamento, según destaca el arquitecto y doctor en Historia Luis Fernando González Escobar.

Entonces las miradas se dirigen hacia Otrabanda, al occidente de Medellín. La zona de la ciudad que se resiste a ser domada, en la que pocos quieren vivir porque representa, justamente, lo que la ciudad combate: vastas extensiones de humedales, bravías quebradas como La Iguaná, los cerros espesos, potreros interminables.

El primer cerro tutelar

La falta de jardines y parques a gran escala —no placitas confinadas y enrejadas— comienza a ser un clamor popular. Desde revistas populares como Letras y Encajes se aviva ese descontento llamando a las mujeres a exigir parques y jardines para que sus hijos respiren aire puro y para la recreación de sus familias después de la ardua semana laboral.

El Municipio de Medellín responde a ese descontento. En 1927 le compra por cincuenta mil pesos el morro de los Cadavid a la Sociedad Matadero Público y la Feria de Medellín para que sea allí el lugar de ese gran parque natural que reclama la ciudadanía. Hasta entonces, el morro era para los medellinenses asentados al otro lado del río la cara agreste de Otrabanda, tierras inhóspitas. En esos tiempos, solo las familias más osadas se atrevían a llegar a las faldas del morro para bañarse en el charco El Peñol, y algunos buscavidas se perdían durante días para sacar un puñado de oro.

Pero más allá de crear el primer cerro tutelar de Medellín, poco más ocurre allí hasta 1929, cuando la Sociedad de Mejoras Públicas se mete de lleno en el proyecto. Esta le plantea al Municipio que lo primero para que las personas se apropien del cerro es bautizarlo con un nombre que genere arraigo popular, pues el nombre antiguo se mantenía y la mayoría ni sabía que el morro era ya de la ciudad, no un enorme predio privado. La Sociedad de Mejoras se apersona del asunto. En la sesión del 20 de mayo de 1929 acuerdan rebautizarlo como cerro Nutibara, pero inmediatamente se desata una discusión entre sus miembros.

Según Rodrigo de Jesús García Estrada, en su artículo “Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín. Cien años haciendo ciudad”, varios socios ponen el grito en el cielo por no haberse sometido a votación la elección del nombre del cerro. Así que se echan para atrás y abren votación en la sesión siguiente, donde triunfa nuevamente el nombre de Nutibara, con catorce votos, seguido del cerro de Los Alcázares, con doce, y otras cuatro opciones que sumaron cuatro votos en total. La votación desnudó un conflicto más profundo dentro de la élite medellinense.

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En su diario, Ricardo Olano, uno de los más importantes industriales y urbanistas de la historia de Medellín, contaría que fue él quien impulsó dicha votación, pues, tras su regreso de Europa en 1928, era partidario de otorgarle importancia a la herencia española en el proceso de urbanización de la capital antioqueña. Por eso eligió Los Alcázares, como llamaron los conquistadores al valle que encontraron en lo que hoy es Medellín. Sin embargo, chocó contra otra corriente, liderada por pesos pesados como Fernando Estrada Estrada —el fundador de Ópticas Santa Lucía y dueño del Palacio Egipcio—, quien promulgaba la reivindicación de la huella precolombina.

El rescate del cacique

Según los apuntes de García Estrada, el surgimiento del cacique Nutibara para rebautizar el cerro no fue capricho ni azar. Por esos días, relata, hay un auge de investigaciones para rescatar y armar la historia hasta entonces oculta de los pueblos indígenas arrasados por el genocidio desatado por los españoles. Ambiciosos trabajos de la Academia Antioqueña de Historia unen en un gran retazo esa historia indígena arrasada, esos nombres borrados, y la cuentan al mundo.

El arqueólogo Pablo Aristizábal, en su libro Los aburraes. Tras los rastros de nuestros ancestros, relata que el médico y naturalista paisa Andrés Posada Arango presentó en París, en 1871, su investigación sobre los aborígenes del Estado de Antioquia. Desde entonces la figura del cacique Nutibara emergerá poco a poco para saberse que fue el “monarca” de los catíos, que su reino de los nutabes lo dirigía desde Frontino y que este se extendía por gran parte de Antioquia, incluyendo el valle de Aburrá. Que era adorado e implacable y que repelió con éxito una primera invasión española en 1536, en un duelo mediado por la palabra de ambos bandos, la cual decía que el vencedor se retiraría con gallardía, una especie de acuerdo de paz que les permitió a los españoles retornar a casa con sus heridos a cambio de no volver a perturbar la vida de los catíos.

Pero los españoles, en un acto de cobardía y deshonor, regresaron en mayor número en 1538, mataron al cacique y arrasaron a los catíos en busca del oro de esas tierras. Aristizábal sostiene que Nutibara nunca gobernó desde el Valle de Aburrá, y que los indicios apuntan a que los aburraes y otras tribus asentadas en este valle, como los yamesíes, fueron conquistados por los nutabes. Había, en retrospectiva, una imagen de heroicidad más llamativa en el nombre de Nutibara que en los mismos aburráes, y por eso el cacique pasó a estar tan presente en la Medellín moderna: en el cerro, en la avenida, en la plazuela y en el hotel.

Olano muestra grandeza al perder el pulso por el nombre del cerro. Sabe que, después de todo, más allá de lo simbólico, lo verdaderamente importante vendrá después del rebautizo. A partir de 1930, la Sociedad de Mejoras Públicas asume el liderazgo para crear en el cerro Nutibara un paseo urbano que integre al cerro a la expansión de la ciudad.

Nadie se mete tanto en el proyecto como el propio Olano. Lo primero es reforestar el cerro, el primer gran plan de reforestación organizado en la historia de Medellín, y tal vez del país. Para ello crean un vivero in situ, pero por alguna razón no prospera, porque en sus memorias Olano deja claro que un día de mayo de 1939, con ayuda de cinco peones, él mismo hace la primera siembra en el cerro Nutibara con árboles surgidos del vivero del Bosque de la Independencia —hoy Jardín Botánico—, el primer gran vivero del país, que se consolidó también por responsabilidad directa de Olano, y que entre 1940 y 1944, según datos de la revista El Progreso, le entrega a Medellín cincuenta mil árboles, 12.357 de ellos destinados al Nutibara.

El proyecto es llamado Nutibara Futuro y se convierte en un vuelco a lo que se había propuesto en la historia de la ciudad colmada de jardines intraurbanos someros delimitados por muros y rejas, de arbolado uniforme, y propone en contraste un gran corredor natural suburbano con bulevares, senderos, kioscos y monumentos, todo esto acomodado al ecosistema existente, no al revés, según relata el investigador Luis Fernando González.

En el epílogo de su fructífera vida, Olano se dedicó en cuerpo y alma a ese proyecto. Nutibara Futuro sería visto décadas después como iniciativa pionera de ordenamiento territorial desde el enfoque ecológico y, además, como pionero del turismo natural.

Sin embargo, a Olano no le basta con ser uno de los hombres más poderosos de Medellín para evadir los males de la burocracia y la negligencia de la dirigencia política. Al final de su vida, reconoce con tristeza el fracaso en esta empresa.

El Nutibara que Olano no vio

La Sociedad de Mejoras Públicas les pide a la Administración y al Concejo Municipal apoyo para el proceso de arborización. Lo pide formalmente como sociedad y lo solicita personalmente Olano desde la popular tribuna de la revista El Progreso. Nada vale. El desdén de los políticos de la época es tal que solo hasta 1938, bajo la alcaldía del fecundo arquitecto Félix Mejía Arango, se construye la vía de acceso al cerro, una década después de adquirir los terrenos.

Por eso, la Sociedad de Mejoras pide el apoyo de la ciudadanía y crea las Fiestas del Árbol, en las que participan periódicamente los estudiantes de los colegios de la ciudad. La Administración municipal ni ayuda a sembrar ni mueve un dedo para proteger ese proceso. Resulta que en los años 30 la acumulación de vacas, toros, caballos y hasta las mulas desempleadas del tranvía de sangre comienzan a ser una bomba de tiempo en Medellín.

No solo es el ganado de particulares que pasta sin control en una ciudad que transita de la ruralidad a lo urbano, sino que se trata de los animales utilizados por la propia Administración pública para el transporte público, el mencionado tranvía de sangre, y para los grandes trabajos de infraestructura, como la rectificación del río. Cuando el carro empieza su auge a partir de los 40, el abandono de estos rumiantes se torna masivo, a tal punto que los diarios de la época empiezan a registrar muertes de personas atacadas por estas bestias que arrasan hectáreas de zonas verdes.

Ante la urgencia, la pobre medida que toma el Concejo es promulgar que cualquiera que pudiera controlar un animal de estos se podía quedar con él. Por supuesto que no sirve para nada. La invasión de rumiantes arrasa parte del Bosque de la Independencia, ese gran vivero pionero, y también coloniza el cerro Nutibara. Devoran pastos, tumban árboles y erosionan suelos durante años.

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Olano deja una última constancia de las razones de ese fracaso. “El gran parque de Cerro Nutibara, donde la Sociedad de Mejoras Públicas sembró más de 5.000 árboles, fracasó porque el Cerro está dividido por cercos de alambre por los potreros que lo rodean y el distrito no los sostuvo y el ganado destruyó los árboles”, escribe en febrero de 1947, cinco meses antes de morir.

Ya en 1943 había tenido que sepultar otro proyecto que habría cambiado el curso de la ciudad: el Parque Nacional, una megaobra que pretendía que Medellín tuviera un espacio similar al de Bogotá: los ecosistemas más importantes de la ciudad —el Nutibara, El Volador, en este caso— conectados con universidades —UPB, la Nacional—, vías principales, zonas deportivas, restaurantes y espacios culturales, con oferta pública como guarderías para niños de trabajadores...

En mayo del 43, el Gobierno anuncia una inversión de 250 000 pesos para dicha obra. Sin embargo, esa propuesta postulada por Olano y Pedro Nel Ospina queda desestimada en un santiamén. La idea de los políticos y empresarios de la ciudad iba por otro lado: convertir parte de ese corredor para destinación industrial, para negociar con el suelo en medio de la expansión urbana. Por esto no le caminan al proyecto, a pesar de la enorme inversión que proponía el Gobierno nacional.

De todo ese proyecto ambicioso solo se hace realidad la sede de la Nacional y el Carlos Vieco, según Diego Alejandro Molina, en su investigación La ciudad, sus árboles y los cuerpos: el proceso de modernización y la transformación del paisaje en Medellín (1890-1950). Molina concluye que el proyecto de Pedro Nel termina convertido en un sueño dentro de una ciudad en la que el suelo no ha sido un elemento para el disfrute, sino para el usufructo económico.

En 1951, después de años luchando, el Municipio le entrega a la Sociedad de Mejoras Públicas la administración del cerro Nutibara. Y de inmediato se disponen a hacer realidad los proyectos que quedaron en el aire durante las dos décadas anteriores.

Una zona protegida

Entre los 60 y los 70, la Sociedad de Mejoras construye el restaurante kiosco en la cima del cerro, considerada como una obra pionera para fomentar el turismo en la ciudad. En 1978 se erige el Pueblito Paisa con los materiales rescatados de El Peñol antes de ser hundido para la represa.

En el 83 se gestó el proyecto de senderos que convirtió al cerro en la primera galería al aire libre con la instalación de diez obras de arte contemporáneo. Y un año después tomó vida el Carlos Vieco, la cuna del rock.

La destinación del cerro Nutibara como área protegida con usos para aprovechamiento público y cultura fue clave en la consolidación de Belén como la comuna más grande de la ciudad y en la creación de varios de sus veintiún barrios, como Trinidad y Conquistadores.

No obstante, la del Nutibara es también la historia de fracasos, miopía, de lo que pudo ser. Y es, además, una historia cíclica. Quien lee esta historia piensa en algún momento en la innegable vigencia de esas discusiones. En la cantidad de planos, de ideas modernizadoras y de Pedro Neles que siguen sin ser escuchados.

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