La imagen de unos niños gravitando alrededor de su sopa de lentejas con verduras y de un “seco” compuesto por arroz, una ensalada minimalista y una radiografía de salchichón frito conmovió a los lectores al punto de que no pocos decidieron aportar para que esa lámina casi traslúcida de proteína animal adquiriera más volumen.
La escena corresponde a una crónica publicada por EL COLOMBIANO el 24 de marzo de este año sobre el restaurante comunitario Semillas de Aurora, en los límites de los barrios La Sierra, Villa Turbay y Villa Liliam, en el centro oriente de Medellín.
Después de asimilar el texto dominical, varias personas y grupos accedieron a convertirse en benefactores de la obra que a duras penas lograba llegar a final de mes, gracias a lo cual la lonja de salchichón, por lo pronto, es cosa del pasado.
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Cuenta Carmen Pérez, la coordinadora de este sitio, que un muchacho animó a otras personas, muchas de las cuales ni siquiera se conocen entre sí y comenzaron a donar un complemento importante de la proteína animal, que llega variado y sin falta. De manera que ya no es necesario hacer, como antes, que entre lunes y viernes tenían que escoger un día para engañar el gusto y la vista de los niños con una torta de zanahoria o garbanzos, porque la carne no alcanzaba. La remesa que aparece cada quincena puede ser de huevos, pollo, chicharrón, pierna de cerdo, carne molida o atún.
Otra es la historia de don Francisco, un jubilado que también reunió a allegados de su antiguo trabajo, quienes se preocupan de que los beneficiarios cuenten con una buena dosis de calcio para que sus huesos se formen bien, y empezaron a mandar yogurt, leche y huevos. Algunas veces preguntan si faltan fríjol y arroz, y hasta, si están holgados, se dejan ir con los ingredientes para que les hagan galguerías como hamburguesas o perros calientes.
Un caso ejemplar es el de una señora que, motivada por la publicación, desde entonces se impuso la disciplina de ir un día a la semana caminando desde su casa en el barrio Manrique hacia su trabajo en el Centro para ahorrarse el pasaje y recoger así los $16.000 que es lo que vale al mes apadrinar a un niño.
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Así, los casos fueron variados. Algunos solo se hicieron presentes una o dos veces, pero por lo menos diez continuaron y, de hecho, esto ha dado lugar a que en el libro donde asientan los ingresos crearan un ítem que se repite como “donación por el artículo”.
Don Gabriel Pérez y su esposa (ambos residentes en Estados Unidos) han sido benefactores permanentes. No solo donaron el terreno para construir la infraestructura donde funcionan en la actualidad sino buena parte de los materiales y envía dinero para adquirir las verduras.
La historia de este ejercicio de ayuda comunitaria nació hace un cuarto de siglo. La parroquia de La Sierra fundó un restaurante en el sector Guayaquilito para los más necesitados, pero en diciembre de 2021 lo iba a cerrar porque los recursos ya no alcanzaban para mantenerlo a la par con otro que abrió más cerca del templo.
Carmen y su esposo Davidson (40 y 41 años de edad) eran dos líderes comunitarios y decidieron continuar con el encargo para que los usuarios no se quedaran en el aire. En esa labor también comprometieron a sus hijos.
El comedor se trasladó para la casa familiar y poco a poco se la fue tragando para acomodar la cocina y las bancas por donde pasaban por turnos estudiantes de los colegios aledaños.
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Para entonces ya existía en La Sierra la corporación Sembrando en Familia, que ajusta 18 años allí, cuyos motores han sido Teresita Sierra, su esposo Diego Sarasti y Rosa Blandón, más un puñado de aliados ocasionales. Su tarea ha sido mejorar la convivencia y generar conciencia contra el maltrato infantil y femenino a punta de talleres y actividades lúdicas que dictan varios días a la semana.
Como Carmen trabajaba con ellos los sábados, resultaron cooperando hasta que decidieron juntarse de forma permanente. Les dan almuerzo a estudiantes de familias sin recursos económicos o que, por sus ocupaciones, sus padres no pueden despachar con una comida caliente para irse a estudiar y por la tarde, más los sábados, realizan actividades lúdicas.
Después apareció don Gabriel financiando la mayor parte de los materiales para una sede propia, pero Davidson puso la mano de obra y hasta arrancó una ventana de su casa para fortificar la nueva edificación. Otros donaron las baldosas, el fogón y las ollas gigantes que se necesitan para alimentar casi que un batallón.
Cuando EL COLOMBIANO los visitó, hace nueve meses, presenció los malabares que hacían para alimentar al mediodía a 90 alumnos de primaria y secundaria, más 6 personas mayores de edad con condiciones especiales. Con los nuevos aliados, han podido subir los alumnos beneficiados a cien, y por días un poco más.
“Este ha sido un buen año, el artículo de EL COLOMBIANO nos ayudó demasiado; se pudo mejorar muchas cosas”, reconoce Carmen. Dice que basta con mirar una foto del almuerzo que servían antes y el de ahora. “Es maravilloso el cambio”, recalca.
Teresita, por su parte, apunta que algo positivo es que se ha logrado la adherencia de los niños, que reciban un mejor alimento y que ellos sienten el cariño de Carmen y las demás colaboradoras; sin embargo, un desafío que no han podido cumplir es que las mamás se involucren más en la logística del restaurante.
Ahora, el temor, es que los donantes bajen la guardia, o que los potenciales nuevos “mecenas” se confíen en que ya todo está resuelto. Muy por el contrario, el reto sigue siendo diario para alimentar a los más pobres en esta zona rica en carencias, aunque por fortuna también abundante en generosidad.