Los países no son realidades tan fijas, a pesar de que en su nombre se declaren guerras y se canten himnos o goles. Muchos de ellos, como Sudán del Sur y Montenegro, existen hace menos de 18 años; es decir, no han llegado a la mayoría de edad. Otros, entre ellos Palestina, Kosovo y Taiwán, ni siquiera son reconocidos como países por parte de la comunidad internacional.
La idea misma de un mundo dividido por líneas imaginarias que marcan hasta dónde llega una identidad y en qué punto comienza otra no tiene más de 500 años, como explica Óscar Palma, profesor de relaciones internacionales de la Universidad del Rosario.
Más reciente incluso es la noción de un organismo, como Naciones Unidas que tramite esas divisiones. Solo a partir de 1945, luego de la Segunda Guerra Mundial, los Estados se reúne en esta instancia para, en teoría, ponerse de acuerdo sobre qué países existen. En poco más de siete décadas, los 51 miembros originales de la ONU han aumentado a 193.
Aunque desde 2011 no ha habido nuevos reconocimientos, aún hay territorios sobre los que hay clavadas dos banderas; países como Abjasia, Somalilandia y la república Árabe Saharaui (ver la infografía), que viven bajo la ficción de existir, pero no son reconocidos o son reconocidos solo por algunos Estados.
Como explica Nicolás Loza, coordinador de la maestría el gobierno y asuntos públicos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), para existir los Estados requieren de un gobierno que ejerza el poder de forma soberana, una población, el reconocimiento de otros Estados y un territorio.
Pero hay grupos de personas que no habitan en espacios sino en relatos. Los conflictos surgen cuando chocan esas historias, construidas durante meses o siglos; cuando la misma tierra prometida es reclamada por dos pueblos que se consideran elegidos.
Palestina
Este caso agota las definiciones de libro sobre lo que es un país. Como señala Palma, en teoría tiene todos los elementos para existir –gobierno, ciudadanía, instituciones y reconocimiento internacional–, pero en la práctica no ejerce plenamente ninguno y sigue sin ser miembro de la ONU, a pesar de haber sido reconocido por 128 miembros en la última votación al respecto en 2017.
Esa condición de excepcionalidad, que lo lleva a ser junto al Vaticano el único observador de la ONU habilitado para participar en las sesiones pero sin voto, tiene tras de sí un conflicto con Israel que proviene del fin de la Segunda Guerra Mundial.
En rigor, Israel y Palestina no solo comparten involuntariamente territorio que reclaman como su asentamiento desde hace siglos, también tienen la misma fecha nacional: el 14 de mayo de 1948, cuando fue creado oficialmente el Estado judío por la resolución 181 de Naciones Unidas.
Al día siguiente, comenzó una guerra aún sin concluir. Por eso, la fecha en que los judíos celebran un día patrio, los palestinos conmemoran su catástrofe –Nakba en árabe–: el exilio de más de 750.000 personas expulsadas por tropas israelíes y que, según sus memorias, se fueron con las llaves de sus casas con la esperanza de volver.
El resultado es la existencia de dos retóricas patrióticas, pese a que solo una, la judía, tiene correspondencia en la realidad, por ser el que cuenta con el visto bueno de potencias como Estados Unidos. Como explica Palma, pese al reconocimiento internacional, los palestinos permanecen bajo una subordinación de facto ante Israel, con parte de su territorio en Cisjordania y la totalidad en la Franja de Gaza ocupados y con restricciones para moverse libremente.
Como señala Javier Sánchez, profesor del grupo de estudios internacionales de la Universidad de Antioquia, el aval para que un Estado ingrese a Naciones Unidas no es solo una decisión de mayorías; requiere de la recomendación unánime del Consejo de Seguridad, máximo órgano de la ONU, y, en este, Palestina se encuentra con una objeción fija: la de Estados Unidos.
Taiwán
“Somos una misma familia”, le dijo el presidente chino Xi Jinping al mandatario taiwanés Ma Ying-jeu, durante el encuentro entre estos dos líderes en 2015, el primero tras 75 años de ruptura. Sus palabras, en apariencia amables, también dejaba ver un deseo: la eliminación de Taiwán como país y su unificación en una sola China.
Taiwán, a diferencia de Israel y Palestina, no tiene un reclamo milenario sobre el espacio que ocupa –una pequeña isla vecina del gigante asiático–. De hecho, llegó allí por casualidad, creyendo que sería una medida temporal tras su derrota en la Guerra Civil contra el ejército comunista de Mao Zedong en 1949, el cual bautizó al país continental como República Popular China.
Por eso, pese a tener una superficie equivalente a la mitad de Antioquia, por mucho tiempo Taiwán se consideró a sí mismo como el cuarto país más grande del mundo, basado en su reclamo de los 9.5 millones de kilómetros cuadrados de su hermano comunista.
Esa convicción fue respaldada por Estados Unidos, que como señala Lina Luna, coordinadora del centro de estudios asiáticos de la Universidad de Externado, “vislumbraba la Guerra Fría y no podía permitir que China cayera completamente en manos del comunismo”.
La potencia norteamericana puso su pie en esa disputa y, por mucho tiempo, eso bastó para que aquel que llevara el nombre de China ante Naciones Unidas fuera la pequeña isla y no el gigante continental. Pero la situación cambió cuando en 1971 la República Popular, con el aval de Estados Unidos, reemplazó a Taiwán en la ONU y además se convirtió en miembro permanente del Consejo de Seguridad; es decir, en el custodio de la llave de regreso a la ONU que la isla sigue sin encontrar.
China, literalmente, ocupó el lugar de Taiwán en el mundo. Impuso a los demás países la obligación de elegir con cuál de los dos establecían relaciones diplomáticas. El resultado fue que en estas más de siete décadas el mapa de reconocimientos se invirtió. Hoy solo 17 países legitiman a Taiwán y ninguno de ellos es una potencia.
“A la larga, Taiwán fue hecho de afán”, señala Luna. Esa creación apresurada, auspiciada por Estados Unidos y abandonada en cuanto cambió el mapa geopolítico, mantiene a este país asiático como un rezago de una disputa anacrónica y resuelta por llamarse China.
Kosovo
En las listas de países, este suele ir acompañado de un asterisco. Como señala Gonzalo de Cesare, miembro de la misión de Naciones Unidas para la exyugoslavia, este Estado balcánico que recién comenzó a existir en 2008, cuando se declaró independiente de Serbia, permanece a mitad de camino entre la autonomía y su condición de dependencia de las potencias occidentales.
Kosovo es comparado con Cataluña en España: dos regiones que nunca fueron independientes y que se nombraron como tal por una coyuntura histórica. La gran diferencia es que los reclamos de Kosovo fueron escuchados por las potencias.
“Kosovo es una creación bastante artificial de los países de la OTAN que, tras intervenir contra Serbia en 1999, comenzaron a construir allí una identidad 100 % albanasea, alejada de un pasado eslavo”, afirma De Cesare.
Esa decisión, agrega el experto, pudo estar mediada por la culpa. De alguna forma, occidente encontró allí una forma de reivindicarse por su indiferencia ante un conflicto similar: el genocidio de los bosnios por parte de los serbios entre 1992 y 1995, como represalia por su declaración de independencia.
Aunque también cabe la interpretación fría de la estrategia, respaldada por académicos como Alejandro Pizarroso, de la Universidad Complutense de Madrid, según la cual fue una movida de Estados Unidos para debilitar a Serbia, un aliado de Rusia en esa región.
Más allá de los motivos, Kosovo solo sobrevive con la nota al margen del respaldo internacional que, como en el caso de Taiwán, puede perder en cualquier momento.
Sus casos, y los del resto de países cuya existencia es discutida ratifican lo dicho por Loza: “los Estados, como la verdad, no pueden solo declararse”, no dependen solo del deseo de los que se consideran sus ciudadanos. Detrás de cada choque entre dos relatos nacionales, de cada guerra entre identidades por una frontera, hay un poderoso jugando a dibujar líneas sobre el mapa
193
países son miembros de Naciones Unidas. Mientras que la Fifa reconoce 209.