El Vaticano se prepara para el cónclave del 7 de mayo, en el que se elegirá al sucesor del papa Francisco. Ya 133 cardenales se encuentran en Roma y el Vaticano alistó la emblemática chimenea de la Capilla Sixtina donde se anuncia mediante el humo blanco al nuevo pontífice.
A lo largo de la historia, este rito sagrado de cientos de siglos ha estado marcado por el encierro, el misterio y algunas anécdotas insólitas.
Los llamados “príncipes de la Iglesia” celebrarán cuatro votaciones diarias: dos por la mañana y dos por la tarde, salvo el primer día.
Y quemarán en una estufa las papeletas de la votación para anunciar al mundo el resultado: humo negro si no logran alcanzar la mayoría necesaria de dos tercios; blanco si “Habemus papam”.
Sin embargo, no siempre fue así. Los cardenales que elijan al nuevo papa tendrán una tarea más fácil que muchos de sus predecesores, que soportaron condiciones espartanas y a veces estuvieron encerrados tanto tiempo que algunos murieron.
Es una reunión que se remonta a la Edad Media, cuando la idea de elegir a un soberano era una idea revolucionaria.
Y al mismo tiempo, está cargada de mucho misticismo porque sus participantes juran guardar secreto de por vida.
En el año 236, la comunidad cristiana de Roma debatía sobre posibles candidatos a papa, cuando una paloma blanca se posó sobre la cabeza de un espectador, Fabián.
“En ese momento, todo el mundo, como movido por una única inspiración divina, clamó con entusiasmo y de todo corazón que Fabián era digno”, según Eusebio, un historiador de la Iglesia de la época.
Pero esta bendición acabó mal. El emperador romano Decio lo persiguió y ejecutó 14 años después.
En los primeros tiempos de la Iglesia, el clero y la nobleza romana escogían a los papas, pero a menudo las votaciones estaban amañadas.
Una de las elecciones más infames tuvo lugar en 532, tras la muerte de Bonifacio II, con “sobornos a gran escala de funcionarios reales y senadores influyentes”, escribe P.G. Maxwell-Stuart, en “Chronicle of the Popes” (“Crónica de los papas”).
Al final, el escogido fue un sacerdote ordinario, Mercurio, quien fue el primer papa en cambiar su nombre de nacimiento por el de Juan II.
En 1059, Nicolás II dio a los cardenales el poder exclusivo de escoger al pontífice.
La idea de encerrar a los cardenales para acelerar la elección remonta al siglo XIII. La palabra cónclave proviene de la expresión en latín ‘cum clave’, que se significa “bajo llave”.
En 1241, visto que la elección se alargaba, el jefe del gobierno de Roma encerró a los cardenales en un edificio en ruinas y se negó a limpiar los lavabos o permitir que los médicos atendiesen a los enfermos.
Según cuenta Frederic Baumgartner en su “A History of the Papal Elections” (“Historia de las elecciones papales”), los cardenales sólo llegaron a una decisión cuando uno de ellos murió y los romanos amenazaron con exhumar su cadáver.
Después de 70 días, se pusieron de acuerdo y Goffredo Castiglioni se convirtió en Celestino IV.
Actualmente, las deliberaciones se mantienen bajo estricto secreto, so pena de excomunión instantánea. Los celulares y cualquier acceso a internet están prohibidos. Los cardenales no pueden leer periódicos, escuchar la radio ni ver la televisión. Cualquier contacto con el mundo exterior está prohibido.
El cónclave más largo de la historia duró casi tres años tras la muerte de Clemente IV en noviembre de 1268, en el palacio papal de Viterbo, cerca de Roma.
A finales de 1269, los cardenales aceptaron encerrarse para intentar alcanzar una decisión y, en junio de 1270, los frustrados habitantes retiraron el techo para acelerar el proceso.
Su inspiración vino aparentemente de las palabras de un cardenal inglés que aseguró que, sin techo, el Espíritu Santo descendería más libremente.
Teobaldo Visconti se convirtió en el papa Gregorio X en septiembre de 1271.
Aunque llevó casi tres años nombrar al Papa Gregorio X en el siglo XIII —el cónclave más largo hasta la fecha—, las reuniones modernas suelen durar unos pocos días.Tanto Francisco como su predecesor, Benedicto XVI, fueron elegidos después de dos días de votación.
El último cónclave largo fue en 1831, cuando se necesitaron más de 50 días para escoger a Gregorio XVI. Desde entonces, han durado menos de una semana.
El más largo del siglo XX fue en 1922, cuando se escogió a Pío XI en cinco días (14 rondas de votación). Las últimas elecciones se cerraron en dos días: Benedicto XVI necesitó cuatro rondas de votación en 2005 y Francisco, cinco rondas en 2013.
En respuesta al caos que condujo a su elección, Gregorio X cambió las reglas: exigió que los cardenales se reunieran 10 días después de la muerte del papa y ordenó que la comida se racionara progresivamente.
Si no había ninguna decisión en tres días, las comidas contarían con un solo plato principal, de los dos tradicionales en Italia. A los cinco días, sólo tendrían pan, agua y vino, según el libro “Conclave” de John Allen.
En su obra, Allen detalla cómo las medidas de racionamiento fueron implementadas para evitar prolongadas vacantes en el papado.
Los cónclaves se celebraron durante siglos en el Palacio Apostólico del Vaticano y, desde 1878, de forma ininterrumpida en la Capilla Sixtina, que ya acogió otros en el pasado.
Los cardenales dormían en el pasado en catres dentro de cubículos erigidos temporalmente en el Palacio Apostólico, con un baño para cada 10 purpurados, según el libro de Allen.
Las ventanas estaban selladas, pero, en agosto de 1978, estalló un principio de revuelta entre los cardenales que pedían abrirlas en pleno verano caluroso en el Vaticano.
Juan Pablo II, escogido en un segundo cónclave celebrado en octubre de ese año, ordenó a continuación construir la Residencia de Santa Marta en los jardines vaticanos, donde los cardenales se quedan ahora.
Esta residencia, en la que escogió vivir Francisco, cuenta con un centenar de suites y una veintena de habitaciones simples. Pero durante el cónclave, las ventanas también se sellan.
Técnicamente, cualquier hombre bautizado puede convertirse en papa, pero el último no cardenal elegido como pontífice fue el arzobispo de Bari, Bartolomeo Prignano, que se convirtió en Urbano VI en 1378.
En ese momento, los cardenales, que se encontraban en Avignon (Francia), eligieron a Urbano VI como papa. Sin embargo, su elección no fue bien recibida por todos los cardenales, quienes alegaron que la elección había sido realizada bajo presión y que la persona elegida no era adecuada para el cargo.
Urbano VI fue elegido por la mayoría de los cardenales, pero muchos de ellos, especialmente los franceses, se arrepintieron de su decisión y decidieron nombrar un papa alternativo, lo que resultó en la creación de una doble línea papal: uno en Roma (Urbano VI) y otro en Avignon (Clemente VII), lo que dio lugar al Cisma de Occidente.
A pesar de ser un arzobispo y no un cardenal, Urbano VI fue elegido debido a las presiones del momento, y su papado marcó el comienzo de una etapa de gran inestabilidad para la Iglesia.
En la práctica casi siempre es uno de los cardenales, con solo seis excepciones en la historia.
Según la leyenda —rechazada por los historiadores y el Vaticano— Juana habría disfrazado su identidad masculina para avanzar en la jerarquía eclesiástica y, finalmente, ser elegida papa en el siglo IX. Su verdadero sexo habría sido descubierto cuando dio a luz en una procesión pública, lo que habría provocado su muerte inmediata a manos de la multitud o su destierro.
Aunque no hay evidencia histórica sólida de que la papisa Juana existiera, la leyenda influyó en la tradición popular y en críticas medievales al papado. Durante siglos, incluso surgieron rumores de que en los cónclaves se introdujo una silla con un orificio (sedia stercoraria) para verificar físicamente que el papa electo fuera varón —una práctica de la que tampoco hay pruebas concluyentes.
De Pío a Clemente, pasando por Pablo o Simplicio, el futuro papa deberá escoger el nombre con el que dirigirá la Iglesia católica, en base a criterios como la admiración por un predecesor o una voluntad de ruptura.
El secular ritual del cónclave prevé que el ocupante de la cátedra de San Pedro adopte un nombre inmediatamente después de haber sido elegido. “Quo nomine vis vocari”, le pregunta en latín el cardenal decano para conocer su nombre de pontífice.
Aunque en teoría los papas pueden adoptar su nombre de bautismo, los cambios comenzaron en el año 533 con Juan II, quien no quiso mantener su nombre, Mercurio, por ser el de un dios romano y pagano.
El último en mantener su nombre fue el papa Adriano VI en el siglo XVI.
En los últimos tiempos, la principal razón invocada para la elección del nombre era la admiración por anteriores papas, con excepción de Pedro, el nombre del fundador de la Iglesia y considerado tabú.
En 2005, el alemán Joseph Ratzinger adoptó Benedicto XVI por devoción a Benedicto XV, el papa de la paz durante la Primera Guerra Mundial.
Veintisiete años antes, el polaco Karol Wojtyla eligió Juan Pablo II como tributo a Juan Pablo I, su antecesor, fallecido poco antes tras sólo 33 días de pontificado.
Este último, el italiano Albino Luciani, fue el primero en tomar un nombre compuesto, para homenajear a la vez el legado de Juan XXIII y de Pablo VI.
Pío es sin embargo el séptimo nombre más utilizado por un papa en la historia de la Iglesia, solo por detrás de Juan (21), Gregorio (16), Benedicto (15), Clemente (14), León e Inocencio (13), según la lista oficial de la Santa Sede.
Pero hay otros nombres menos habituales como Simplicio, Zacarías o Teodorico.
Con información de AFP*