Quizás en ninguna época como a partir de la segunda mitad del siglo XX, los padres han estado expuestos a tantas y tan opuestas teorías frente a la manera adecuada de educar a sus hijos.
Merced a esas teorías, los padres de familia se encuentran confusos e impotentes y han optado por desertar de un poder legítimo como es el de la autoridad que les asiste.
Pasamos de un modelo educativo totalmente autoritario, a uno totalmente permisivo, por temor a dañar, a no saber cómo educar, y lo que es peor, por temor a los "berrinches" de los hijos o a una mezcla de ambos que confunde a los niños.
Se ha terminado entonces por perder el control y se ha cedido el poder a las instituciones educativas, como si la principal institución educativa no fuera la propia familia.
Entonces, después de tantas vueltas, teorías y confusiones, ¿se debe o no castigar a los hijos?
Hay tres puntos claves para reflexionar:
· El niño no es un adulto en miniatura ni viene con manual de normas incorporado.
· El niño necesita ser orientado adecuadamente para no tener que ser castigado.
· El castigo representa la ineptitud y el miedo de los padres y educadores.
Se suele castigar al niño por el miedo de los padres y educadores a que aquel "se pierda" o "crezca torcido" como el refrán aquel, a que más adelante no se sepa cómo controlarlo, a perder autoridad, a que repita quizás su misma triste historia.
Cuando el niño no se comporta como debería hacerlo, de acuerdo con unos moldes familiares y sociales preestablecidos por los adultos, aparece nuestro miedo a todo lo antes expuesto y de su mano irrumpe la ira para "disciplinar" al niño con el castigo, porque no logramos entender que al niño le queda imposible comportarse exactamente como queremos porque apenas está aprendiendo las convenciones sociales y familiares y como nosotros, es humano y por ello no puede ser perfecto.
Aquí deben estar agitando las palmas los enemigos del castigo ¿"se lo dije mijo(a)?".
Pero hay otra versión de la historia. Los enemigos del anterior modelo se esconden también en sus teorías y su propio miedo y terminan por hacerse "los de la vista gorda y conmigo no es eso". Sin cuestionarse, simplemente muchas veces porque "a mí me castigaron tan duro que no voy a hacer eso a mis hijos", entonces asumen un papel endeble y evasor frente a la disciplina.
Fundamentado en los tres principios de reflexión podríamos sugerir un sencillo y eficaz camino:
· Ponerse de acuerdo los padres acerca de las normas para aplicar en su familia (claras, cortas, pocas).
· Explicarlas claramente a los hijos.
· Hacerlas cumplir siempre con autoridad, serenidad y firmeza (no según nuestro estado emocional).
· Dar a conocer qué privilegios se le quitarán al niño si no las cumple.
Si manejamos una disciplina con normas claras, justas y coherentes, de común acuerdo, muy seguramente no se necesitará ni la correa ni el escapismo para asumir las situaciones de conflicto.
Disciplinar no es castigar, es orientar al niño para que aprenda a autorregularse por sí mismo.
Ni los padres ni los hijos serán nunca perfectos.
Construye tu propio camino.
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