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El día que una flor amarilla sirvió de conjuro. Así recibió el Nobel

  • El día que una flor amarilla sirvió de conjuro. Así recibió el Nobel
17 de abril de 2015
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Era 21 de octubre, jueves. A Gabriel García Márquez lo llamaron a las 5:59 de la mañana a decirle que era Nobel de Literatura. Esa noche no había dormido.

Desde Estocolmo, un amigo le había dicho el día antes, también por teléfono, que el premio estaba asegurado, pero que no podía decir para que los académicos no cambiaran de opinión. Estaba almorzando con Mercedes y entonces se miraron y ella dijo —escribió Gerald Martin en la biografía— “¡Dios mío, el lío que se nos viene encima...”.

Fue una predicción. Cuando Gabo colgó el teléfono esa madrugada, alcanzó a decir “estoy jodido”. Después no dejó de levantarlo, aunque su mamá, a kilómetros de él, estuviera diciendo “ojalá y este premio sirva para que me arreglen el teléfono”.

A los tantos que le preguntaron, les contestó que su primera impresión fue de incredulidad y de asombro. “Hace cuatro años —contó— que me despertaban con la misma noticia”.

De todas maneras, Gabo, como ya le decían, estaba joven para el premio (55 años) y él lo sabía. Tres semanas antes había dicho que no creía en los pronósticos, que no se veía un serio candidato y eso que ya lo habían puesto en la lista tres veces. “Pensé que esta vez era igual, que yo sería uno de esos candidatos eternos. Además, no me siento todavía en edad de recibir un Premio Nobel, ya que realmente el único más joven que yo ha sido Albert Camus “.

Estaba tan joven Gabo que ese mismo día hizo la contra para las palabras que le había dicho a su mamá tiempo antes. Esas de que quienes recibían el Nobel se morían poco después: “Recibir el premio con una flor amarilla en la solapa del esmoquin”. El 10 de diciembre, en Estocolmo, García Márquez usó un vestido blanco y, en el bolsillo, estaba la flor amarilla. La contra funcionó. Después de recibirlo, García Márquez vivió 31 años, cuatro meses y ocho días más.

Los detalles

Las felicitaciones llegaron y llegaron. Llamó el presidente Betancur, que fue el primero, y también Cortázar, Borges, Onetti.

En la casa del escritor, allá en México, hubo romería. Cuando Alejandro Obregón, el pintor, llegó ese 21 de octubre, a restaurar un autorretrato que él le había regalado y al que él mismo le pegó un tiro en uno de los ojos en un momento de borrachera, se encontró con el caso. Obregón se asustó: “¡Mierda, Gabo se murió...” (se lee en el libro de Martin).

El Colombiano abrió el 22 de octubre con un texto y una foto: García Márquez, Premio Nobel de Literatura.

Fueron llegando, a través de agencias, las palabras de sus amigos, de los no tan amigos, de los críticos. Muchos de ellos, a estas alturas, ya murieron. Julio Cortázar, por ejemplo, señaló desde París que estaba seguro de que Gabo haría un buen uso del Nobel, mientras añadió que “este galardón servirá para actualizar los muchos problemas que tenemos en América Latina, aparte de poner de relieve la genialidad de García Márquez”.

La Academia estaba integrada por 18 miembros y no habían vuelto a mirar a un latinoamericano desde 1971, cuando se lo dieron al chileno Pablo Neruda. El colombiano era el cuarto en recibirlo, después la chilena Gabriela Mistral (1945) y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias.

Era, por supuesto, volver a la literatura de estas tierras, con plumas tan pesadas como Jorge Luis Borges, Cortázar, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis. En Perú, por ejemplo, se preguntaron por qué a García Márquez y no a Mario Vargas Llosa, a quien solo se lo darían 28 años después, en 2010.

La pregunta fue otra vez por el lado de Borges. La felicidad para el colombiano, pero otro año en que el argentino seguía de candidato. Él también habló esa vez: “Fue excelente, un notable acierto. El galardón a García Márquez me parece justo”. Señaló, además, que no había leído muchas obras, pero que con Cien años de soledad le bastaba. “No hay duda que se trata de un libro original y que no procede de ninguna escuela”.

Al colombiano, por supuesto, le preguntaron ese día por Borges, uno de sus escritores admirados, y expresó que no entendía que no se lo hubieran dado, “es imposible saber cuál es el criterio que siguen los académicos suecos para otorgar el Nobel. Siempre es una sorpresa”.

Sin embargo, para muchos el suyo no lo fue. Una periodista italiana lo convenció pocas horas antes de una entrevista, porque lo consideraba ganador fijo. Gabo se la dio, pero habló como un escritor común y corriente, sin premio abordo.

Muchos estaban esperando ese galardón. Joven y todo, García Márquez ya había hecho una carrera que traspasaba fronteras. Antonio Caballero, en su ensayo El Nobel cayó de Macondo, escrito ese mismo año, lo describió así: “Todo el mundo conocía ya el nombre de Gabriel García Márquez, a quien medio mundo ha leído. Las obras del novelista colombiano han sido traducidas a 33 idiomas, y en los 33 han sido éxitos de librería y de crítica: en letón, en holandés, en catalán, en chino, en turco, en griego, en árabe, en inglés. Y en castellano, las tiradas de sus libros se hacen de entrada en un millón de ejemplares”.

Por supuesto, esas fueron las cifras, porque Antonio habló de la calidad, contando que, rara vez, un escritor había despertado a la crítica de todas las lenguas.

La Academia sueca dijo que le otorgó el premio al colombiano “por sus novelas y cuentos, donde lo fantástico y lo real se funden en la compleja riqueza de un universo poético que refleja la vida y conflictos de un continente (...). Ha creado un universo propio, donde se dan cita lo milagroso y lo más puramente real, fabulaciones desmedidas y hechos concretos”.

Caballero, en ese mismo ensayo, expresó que Gabo no inventó una realidad, que en Colombia pasaban (y pasan) tantas cosas fantásticas, que él “no es el inventor de una realidad. Es, simplemente, el descubridor de la realidad que estaba ahí (...) Porque la literatura, cuando es grande, es tan grande como la verdadera realidad”.

El momento

Después de la noticia pasaron 50 días para Estocolmo, 10 de diciembre. El único hermano que viajó a acompañarlo fue Eligio Gabriel. Los demás, comentó Aida, no quisieron ir. La familia ha tenido otra característica que también tiene Gabito, son cobardes para montar en avión.

La fiesta, según Plinio Apuleyo, su amigo, duró como seis días y, como era invierno, cuando se levantaban a las 11:00 de la mañana, “ya era el crepúsculo”.

Las historias son innumerables. Con un “a ver compadre” Mercedes Barcha les puso a sus amigos la flor amarilla en la solapa. Los de la Academia también se acordaron. A la hora del ensayo, escribió el periodista Óscar Domínguez en El Colombiano, le entregaron una pequeña cajita que no eran instrucciones protocolarias, como pensaban. La cajita contenía una flor amarilla para alejar el mar agüero.

El liquiliqui que usó el escritor fue sensación. Esta él, todo blanco (salvo sus infaltables botas negras), en medio de los otros nóbeles, todos negros, todos de frac. Desde 1901, cuando se empezó a entregar el premio, según una nota de Efe, nadie se había presentado con un traje regional. Nadie había ido sin el traje negro elegante.

Es que no podía ser de otra manera. La ceremonia de García Márquez no sería típica. Él se llevó 70 músicos colombianos, entre ellos, Totó La Momposina. Plinio recordó que se convirtió en una ceremonia colombiana, con el sabor del vallenato, del Caribe.

Tampoco faltaron las frases célebres. Gabo alcanzó a decir, “mierda, ¡esto es como asistir uno a su propio entierro...”.

El Nobel, al fin y al cabo, sirvió para muchas cosas. Para sentirse orgulloso de que sea colombiano. Para hablar de La soledad de América Latina. Para que los que no sabían de ese escritor de ese país de la esquina de Sur América, lo conocieran. Para volver a mirar a los autores de estas tierras. Para tantas cosas, que cada quien tiene su lista. Ese día sirvió para que a su mamá, en cuestión de horas, le arreglaran el teléfono.

Era un 10 de diciembre de 1982. García Márquez ya había escrito Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca y otros más. Ese día, no obstante, conjuró no solo que no se iba a morir tan rápido como le había dicho a su mamá que pasaba con los nóbeles. García Márquez conjuró su nombre al poder del no olvido.

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