Sembrados de yuca, azúcar, maíz y frijol, y un corral de cerdos integraban el paisaje en el que nació, el 3 de septiembre de 1988, y creció Íngrit Valencia, en una finca de Morales (Cauca).
Rubiela Valencia, la madre, recuerda que era una tierra que les producía un sustento suficiente, pero que la muerte de su padre, Julio Valencia, presuntamente a manos de grupos guerrilleros, la obligó a llevarse a sus hijos para Cali.
Así, en un barrio del distrito de Aguablanca, se estableció la familia de una niña hiperactiva, pero disciplinada. Fue entonces cuando Íngrit, la mayor de los hermanos Valencia (Yurlei, Jerson, Jair y Andrés), ingresó a estudiar al colegio San Miguel. Y de allí, rememora Jorge Aguirre, unos niños, a los que entrenaba en el boxeo, le llegaron con el rumor de una mujer que les ganaba a los hombres en las peleas. “Tuvimos empatía de inmediato y noté su talento natural”, confiesa.
A la mamá no le gustaba que practicara ese deporte, pero vio que le imprimía tanto esmero, que terminó por apoyarla. “Ella hacía hasta fútbol, muchas prácticas que eran varoniles, pero yo la veía muy entusiasmada, incluso dejaba de lado el colegio”.
Épocas de superación
Aguirre aún siente congoja por las épocas en las que recogía a Íngrit en su moto y veía condiciones de pobreza en el rancho donde vivía, al lado del Río Cauca. “Un día que la fui a recoger, estaba el Esmad desalojando gente de esos ranchos y yo solo podía pensar en que, cuando la trajera de vuelta, esa casa no estaría de pie”.
En el 2006, con casi 18 años, a Íngrit le llegó el motor de su vida: Johan Esteven. A causa del embarazo, la joven tuvo que abandonar el boxeo y dedicarse a recoger recursos. Aguirre mantiene intactos los detalles de cuando le insistió que volviera al deporte: “trabajaba en un restaurante, haciendo comida para 300 personas, y había subido su peso a 60 kilogramos” (hoy su división es la de 51 k).
Volvió incisiva y dispuesta a dar lo mejor de sí en la actividad que más disfrutaba. Hasta que se fue al Tolima, motivada por razones del amor y el deporte, pues conoció a Raúl Ortiz, entrenador en ese departamento y quien la acercó a selecciones Colombia.
Con su esposo y su hijo como escudo, comenzó a consolidar ese proceso, en el cual vencía a sus rivales nacionales con facilidad, para proyectarse. En los Suramericanos de Medellín-2010 logró el bronce, sin experiencia previa en certámenes internacionales.
Y por este proceso lleno de obstáculos, que culminó con el podio en Río, es que Rubiela y Jorge se dan golpes de pecho y se ilusionan. Además, en la casa en Cali, a Íngrit la esperarán con el arroz con pollo que tanto disfruta. “Ella tiene un estómago de bronce”, concluye la orgullosa madre.