Por John Eric Gómez Marín
En los vericuetos del destino hay historias que no piden permiso para conmover. Simplemente llegan, se abren paso entre el dolor y la esperanza, y terminan convirtiéndose en abrazos colectivos. La de Ángela “La Negra” Rojas es una de esas. Una historia que en este 2025 encontró un final feliz, impulsado por la fuerza de la palabra y la solidaridad despertada tras un artículo publicado el pasado 5 de marzo en este diario. Desde allí, muchas manos invisibles se unieron para que su sueño, otra vez, pudiera cumplirse.
La vida de Ángela siempre estuvo ligada al agua. Primero fue escenario de gloria, esfuerzo y disciplina en el waterpolo; después, se transformó en refugio, en consuelo, en una forma de sanar. Pero el destino, caprichoso y silencioso, comenzó a escribir un capítulo oscuro en 2018, cuando en Budapest su cuerpo empezó a enviar señales de alerta. La Poliquistosis Renal y Hepática, la misma enfermedad que ya había golpeado a su familia y que le arrebató a su madre, volvía a acechar. Esta vez, con ella como protagonista.
El regreso a Colombia fue también el regreso a la incertidumbre. En 2019, Ángela entró a la lista de espera para un trasplante. La vida se volvió una cuenta regresiva sin fecha clara, una espera donde el miedo y la esperanza convivían en silencio. Hasta que, cuatro meses después, el 23 de diciembre, mientras muchos preparaban la mesa de Navidad, el teléfono sonó y cambió su historia para siempre.
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“A las 9:22 de la noche recibí la llamada. Me dijeron que había una opción de trasplante y que debía llegar lo más pronto posible al Hospital Pablo Tobón Uribe. A mí se me bajó todo... fue una emoción que nunca había sentido. Sentí que subía al cielo y volvía a bajar. Fue como volver a nacer”, recuerda Ángela, todavía con la voz quebrada.
Nació de nuevo, sí, pero no fue sencillo aprender a vivir otra vez. La cicatriz en su abdomen se convirtió en testigo mudo de la batalla ganada, y los meses posteriores estuvieron llenos de advertencias, de cuidados extremos, de una lista interminable de “no puedes”. Pero Ángela decidió no resignarse. Donde otros veían límites, ella vio posibilidades.
“Me dieron otra oportunidad de vida y pensé: ¿cómo voy a vivir si todo es ‘no puedes’? Entonces los transformé en ‘sí se puede’. Sí se puede vivir, soñar, sanar, intentar... se puede todo”.
El agua es su hábitat natural
Ese renacer la devolvió al agua. A la piscina que siempre fue su hogar. Allí volvió a sentirse completa. Le hablaba a su nuevo hígado como se le habla a un compañero fiel. Le puso nombre, le dio jerarquía y cariño: Capitán. “Capi, el agua me conecta, el agua es mi vida, te la presento”, le decía, entre risas y gratitud.
Y el Capitán respondió. En los Juegos Nacionales de Trasplantados, en Santa Marta, Ángela volvió a colgarse medallas al cuello: tres de oro y una de plata. No era solo competir, era demostrar que el cuerpo trasplantado también puede ser fuerte, veloz, valiente. Que la vida después del trasplante no es una pausa, sino un nuevo impulso.
El siguiente reto era aún mayor: los Juegos Mundiales de Trasplantados en Alemania. Pero el sueño venía acompañado de una barrera económica: cerca de 12 millones de pesos para cubrir viaje y estadía. Fue entonces cuando la historia tocó más corazones. La publicación de su caso despertó una ola de solidaridad inesperada. Aportes pequeños y grandes, conocidos y anónimos, se fueron sumando hasta convertir lo imposible en realidad.
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“Gracias a todos los que se unieron desde el día uno, con 5.000, con 10.000, con lo que pudieron. Siempre se los voy a agradecer. Este es un objetivo que logramos juntos”, dice Ángela, consciente de que nunca nadó sola.
En septiembre, Alemania fue mucho más que una competencia. Fue un escenario de vida. Más de 1.500 deportistas trasplantados, de todos los rincones del mundo, compartiendo historias de lucha, gratitud y segundas oportunidades. En esa piscina, Ángela no solo nadó contra el cronómetro, también contra todo lo que un día quiso detenerla.
¿Cuántas medallas consiguió en Alemania?
El resultado fue tan simbólico como poderoso: tres medallas de plata y dos de bronce. Metales que pesan más por lo que representan que por lo que brillan. Resiliencia, fe, amor por la vida. “El día de la inauguración se me sacudió el corazón. Había vivido cosas grandes en el deporte, pero no desde este lado, el de trasplantada. Ver a tantos unidos por una segunda oportunidad fue muy especial”.
Hoy, su mensaje trasciende el deporte. Ángela nada por ella, por su hermana —también trasplantada—, por quienes esperan una llamada salvadora, por quienes aún dudan en decir sí a la donación de órganos. Su medalla más grande no cuelga del cuello: es la vida misma.
“Gracias a mi gente, a mi familia, al amor, a mis compañeros, a quienes creyeron en esta ‘locura’, a los cuidadores, a los medios que insistieron para que esta historia se contara. Vamos por más”.
Y así, la historia de Ángela Rojas en 2025 no solo tuvo un final feliz. Tuvo un final compartido. De esos que nos recuerdan que, cuando la solidaridad entra en escena, los sueños también saben nadar contracorriente.