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¿Jesús resucitó?, esta es la historia que cuentan los evangelios

El final de la Semana Santa está marcada en la tradición cristiana por la resurrección de Jesucristo, pilar de toda la fe. ¿Es un hecho comprobado? Le contamos lo que dicen los evangelios.

  • La procesión de Resurrección es una de las más concurridas. FOTO Manuel Saldarriaga
    La procesión de Resurrección es una de las más concurridas. FOTO Manuel Saldarriaga
  • A la izquierda, la vista del edificio que contiene el Santo Sepulcro, tradicionalmente considerado el lugar de entierro de Jesucristo, en la Ciudad Vieja de Jerusalén. A la derecha, representación gráfica de la Resurrección. FOTO GETTY y sstock.
    A la izquierda, la vista del edificio que contiene el Santo Sepulcro, tradicionalmente considerado el lugar de entierro de Jesucristo, en la Ciudad Vieja de Jerusalén. A la derecha, representación gráfica de la Resurrección. FOTO GETTY y sstock.
30 de marzo de 2024
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Hay quienes dicen que el cristianismo extendido por el mundo, cuyo pilar primario es la resurrección de Jesucristo, se le debe al apóstol Pablo —el último de los apóstoles, según la Biblia, todos los modernos del gran arcoíris protestante son charlatanes—. Y el pilar primario es la resurrección, porque la muerte en la cruz para la salvación de muchos no hubiera sido más que el comentario de un lunático sin la proeza de volver del mundo de los muertos. Es decir, quienes creen en Jesús como salvador, hijo de Dios y Dios mismo es porque tienen fe en que es el único hombre que venció la muerte.

¿Pero, resucitó Jesús?

El método científico dirá que no. No resucitó. Pero la fe es la convicción de lo que no es, la certeza de lo que se espera. Es decir, la fe no se plega al método científico. El mismo apóstol Pablo les escribió a los Corintios: “Y si Cristo no resucitó, esta buena noticia que anunciamos no sirve para nada, y de nada sirve tampoco que ustedes crean en Cristo. Si fuera cierto que los muertos no resucitan, nosotros estaríamos diciendo una mentira acerca de Dios, pues afirmamos que él resucitó a Cristo (...) Y si Cristo no resucitó, de nada sirve que ustedes crean en él, pues sus pecados aún no habrán sido perdonados”.

Lo que los cristianos del mundo celebran este fin de semana no es la muerte, es la resurrección. Una convicción que parece una locura: más allá de creer en la concepción milagrosa de una virgen, es creer que un hombre por sus propios medios volvió de la tumba, del sueño eterno.

Los cuatro evangelios concuerdan en varios datos sobre la resurrección de Jesús. Aunque en primer lugar aclaremos que Mateo, Marcos y Lucas tienen en general mayor número de coincidencias, tanto en hechos como en la voz potente del personaje central, el Hijo de Dios; entre ellos, Lucas fue un pionero, pues no estuvo de cerca y levantó la información para su texto casi como un cronista moderno; Lucas fue compañero del apóstol Pablo en los viajes misioneros. Por otro lado, se cree que históricamente el evangelio de Juan es mucho más acertado, además fue el último en escribirse.

Ahora bien, en los tres primeros Jesús habla con frases más bien cortas y es mucho más afín a las parábolas. En el de Juan sus discursos son de grandes párrafos, inagotables; allí, para el narrador, era importante todo lo que el personaje decía de su relación con el Dios Padre —Jehová, Yahvé— y de la constante batalla o pugna entre la luz y la oscuridad; por otro lado, Jesús se presenta como la satisfacción plena: “yo soy el agua”, “yo soy el pan”, “yo soy la vid”, “yo soy la vida”.

Pero volvamos a la resurrección.

Todos los evangelios concuerdan en que quienes atestiguaron el milagro de la tumba vacía, y que hablaron con un ángel, fueron mujeres. Las marías: Salomé, María Magdalena y María la madre de Santiago, es decir, la madre del mismo Jesús —sí, queridos católicos, los hermeneutas, teólogos independientes e historiadores, así como las iglesias protestantes, concuerdan con que Jesús tuvo hermanos menores: el milagro estuvo en la concepción virginal.

Dice Mateo: “El domingo al amanecer, cuando ya había pasado el tiempo del descanso obligatorio, María Magdalena y la otra María fueron a ver la tumba de Jesús. De pronto, hubo un gran temblor. Un ángel de Dios bajó del cielo, movió la piedra que cerraba la tumba, y se sentó sobre ella. El ángel brillaba como un relámpago, y su ropa era blanca como la nieve. Al verlo, los guardias se asustaron tanto que empezaron a temblar y se quedaron como muertos. El ángel les dijo a las mujeres: ‘No se asusten. Yo sé que están buscando a Jesús, el que murió en la cruz. No está aquí; ha resucitado, tal como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde habían puesto su cuerpo. Y ahora, vayan de inmediato a contarles a sus discípulos que él ya ha resucitado, y que va a Galilea para llegar antes que ellos. Allí podrán verlo. Este es el mensaje que les doy’. Las mujeres se asustaron mucho, pero también se alegraron, y enseguida corrieron a darles la noticia a los discípulos”.

Marcos, por su parte, añade a una tercera testigo, que es una tal Salomé, discípula del mesías. Y añade algunos detalles: “Mientras caminaban, se decían unas a otras: “¿Quién quitará la piedra que tapa la entrada de la tumba? ¡Esa piedra es muy grande!”. Pero, al mirar la tumba, vieron que la piedra ya no tapaba la entrada”. Y aquí hay un cambio, el ángel no está afuera, está adentro de la tumba: “Cuando entraron, vieron a un joven vestido con ropa blanca y larga, sentado al lado derecho de la tumba. Ellas se asustaron, pero el joven les dijo: “No se asusten. Ustedes están buscando a Jesús, el de Nazaret, el que murió en la cruz. No está aquí; ha resucitado. Vean el lugar donde habían puesto su cuerpo. Y ahora, vayan y cuenten a sus discípulos y a Pedro que Jesús va a Galilea para llegar antes que ellos. Allí podrán verlo, tal como les dijo antes de morir”.

Lucas, el acucioso periodista, de quien se cree que tuvo largas sesiones de entrevistas con Marcos, en primer lugar, no entra en nombres: “El domingo, al amanecer, las mujeres fueron a la tumba de Jesús para llevar los perfumes que habían preparado”. Él ya no habla de un ángel, escribe: “De pronto, dos hombres se pararon junto a ellas. Tenían ropa muy blanca y brillante. Las mujeres tuvieron tanto miedo que se inclinaron hasta tocar el suelo con su frente. Los hombres les dijeron: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? Recuerden lo que Jesús, el Hijo del hombre, les dijo cuando todavía estaba en la región de Galilea. Él les dijo que sería entregado a hombres malvados que lo matarían en una cruz, pero que al tercer día iba a resucitar”. Finalmente, añade que entre las mujeres estaban María Magdalena, Juana y María, la madre del discípulo que se llamaba Santiago.

Juan, el discípulo más joven, el mismo hombre que escribió el Apocalipsis —la revelación, el atisbo a los últimos días que también es un retrato del César y del imperio romano, que es lo mismo que decir un arquetipo de la máquina imperial que demuele y devora, y que no tiene ciudadanos sino números (número en la frente y en las manos)— y que se consideraba el amado de Jesús, escribió: “El domingo muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue a la tumba donde habían puesto a Jesús. Al acercarse, se dio cuenta de que habían movido la piedra que tapaba la entrada de la tumba. Entonces fue corriendo a donde estaban Simón Pedro y el discípulo favorito de Jesús (el mismo Juan*), y les dijo: ‘¡Se han llevado de la tumba al Señor, y no sabemos dónde lo habrán puesto!’”.

A la izquierda, la vista del edificio que contiene el Santo Sepulcro, tradicionalmente considerado el lugar de entierro de Jesucristo, en la Ciudad Vieja de Jerusalén. A la derecha, representación gráfica de la Resurrección. <span class=mln_uppercase_mln>FOTO</span> <b><span class=mln_uppercase_mln>GETTY y sstock.</span></b>
A la izquierda, la vista del edificio que contiene el Santo Sepulcro, tradicionalmente considerado el lugar de entierro de Jesucristo, en la Ciudad Vieja de Jerusalén. A la derecha, representación gráfica de la Resurrección. FOTO GETTY y sstock.

El relato de Juan parece el más emotivo, o es el más cercano a las narraciones modernas. María Magdalena sale, cuenta su asombro, Pedro y Juan van a la tumba, ven las vendas con las que se había envuelto el cuerpo de Jesús, las ven dobladas a un lado y regresan a sus casas. El detalle es bello: regresan a sus casas. ¿A qué? ¿Qué piensan? Juan no lo dice, pese a que está hablando de sí mismo en tercera persona. Pero se remite a los hechos: “María se quedó afuera de la tumba, llorando. Mientras lloraba, se inclinó para ver dentro de la tumba, y vio a dos ángeles vestidos de blanco. Estaban sentados, uno donde había estado la cabeza de Jesús y el otro donde habían estado sus pies. Los ángeles le preguntaron:

—Mujer, ¿por qué estás llorando?

Ella les respondió:

—Porque alguien se ha llevado el cuerpo de mi Señor, y no sé dónde lo habrá puesto.

Apenas dijo esto, volvió la cara y vio a Jesús allí, pero no sabía que era él. Jesús le dijo:

—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?

María pensó que estaba hablando con el que cuidaba el jardín donde estaba la tumba. Por eso le dijo:

—Señor, si usted se ha llevado el cuerpo que estaba en esta tumba, dígame dónde lo puso y yo iré a buscarlo.

Jesús le dijo:

—María.

Ella se volvió y le dijo:

—¡Maestro!”.

Después de la resurrección, Jesús se apareció en varias oportunidades a los discípulos, pero ellos nunca lo reconocieron de primera vista, por eso es famosa aquella frase de Tomás: “Ver para creer”. Este discípulo, según el relato de Juan, tiene que ser increpado para que vea y toque las heridas en el cuerpo resucitado: las marcas de los clavos, la hendidura en el costado. Los teólogos creyentes dicen que los amigos del Salvador no podían reconocerlo, porque ya el cuerpo había sido transformado.

Desde entonces, los discípulos —encabezados por Pedro, Juan y Santiago— decidieron predicar el evangelio a los judíos. Les enseñaban que Jesucristo era el Mesías prometido, que había venido a salvar sus almas del pecado (y no del yugo de los romanos), que había sido crucificado como un cordero manso como en el sacrificio sacerdotal que pedía la ley de Moisés y que, finalmente, había resucitado. El imperio romano llegó a decir de ellos que con su fe “trastornaban el mundo”.

Luego apareció en escena Pablo, de nombre judío Saulo de Tarso, quien había sido —según sus mismas cartas y el libro de Hechos, escrito por Lucas— perseguidor de “la iglesia”. Pablo se convirtió en el arquitecto del cristianismo: predicó en Atenas, en Roma y en ciudades de Asia. Tuvo varios desencuentros con los cristianos de Jerusalén (Santiago, Pedro y Juan), pues consideraba que estos querían aplicar la ley de Moisés a los gentiles. Su discurso estuvo cimentado en tres pilares: la redención, la resurrección y el regreso de Jesucristo, el cual creía que iba a ver con sus propios ojos.

Estas palabras del primer capítulo de la carta a los romanos, quizá ayuden a resumir el mensaje de Pablo: “No me da vergüenza anunciar esta buena noticia. Gracias al poder de Dios, todos los que la escuchan y creen en Jesús son salvados; no importa si son judíos o no lo son. La buena noticia nos enseña que Dios acepta a los que creen en Jesús. Como dice la Biblia: ‘Aquellos a quienes Dios ha aceptado, y confían en él, vivirán para siempre’”.

Para algunos historiadores, quien verdaderamente cambió el mundo no fue Jesús, sino Pablo, quien extendió la creencia loca de una resurrección.

La existencia de Jesús no se pone en duda. El historiador Flavio Josefo, quien vivió entre el año 37 y el 100, escribió que Jesús era “un hombre sabio, si era lícito llamarlo hombre. Pues fue un hacedor de prodigios y maestro de los hombres que recibían la verdad con placer. Atrajo a muchos judíos y gentiles; y Pilato, a sugestión de nuestros principales hombres lo condenó a la cruz (...) Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos”.

La resurrección divide al mundo hasta el día de hoy. Hay quienes creen ciegamente en esa proeza irrepetible, otros aseguran que el cuerpo fue robado por los propios discípulos, quienes no aceptaron la muerte de su maestro. Entre todo hay una verdad: Jesús existió y nadie sabe dónde está su cuerpo.

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