Fernando Vallejo está muerto. En su reciente novela, La conjura contra Porky, se pega un tiro en la Basílica Metropolitana de Medellín y las multitudes se agolpan para contemplar su cadáver. El narrador empieza anunciando esa muerte: la propia. Semanas después de su “inmolación” y su “macabra ocurrencia” estalla el Apocalipsis, como si el final de su ‘yo’ reventara el mundo, en camino del desbarrancadero y la perdición que ha proclamado en sus novelas.
Vallejo arma un teatro fúnebre —con música del cantante mexicano Cuco Sánchez— para seguir despotricando y rabiando desde lo alto: “Y aquí me tienen en el cielo a la diestra de Dios Padre, desde donde les estoy hablando y hago llover”.
Como en cada libro, lo narrado es también un descenso: por las contradicciones humanas que va desnudando, por el infierno que habita bajo el cielo desde el nacimiento, por las teorías que no explican el mundo y lo sumen más bien en el desastre, y por el lenguaje que el lector ve llover y fluir como el río del tiempo: arrastrando pérdidas, suciedad, belleza, locura, sangre.
En esta nueva novela —la número quince según la solapa de Penguin Random House—, el escritor antioqueño dispara su primera persona como la bala que lo manda a mejor vida. O a ninguna vida. O a los brazos de la muerte, el gran tema de sus libros y de la libreta en la que anota muertos y en la que aparecen, igualados en el más allá, papas, poetas, políticos, actrices, gente del común o de su círculo personal. En su libro anterior, Escombros (2021), se preguntaba si aquella libreta terminaría con su nombre escrito luego de pegarse un tiro en el corazón. Ahora se lo pegó.
El novelista, biógrafo, ensayista, maestro de la invectiva y de la perorata, ha construido su propia Biblia con su génesis (Los días azules) y su Apocalipsis (los que siguieron). Una novela suya, Casablanca la bella, se iba a titular “El desastre”. A lo mejor le pareció un pleonasmo o una obviedad.
Cioran, Céline y Thomas Bernhard son influencias que han detectado en Vallejo los críticos, y que él suele negar. Algunos le ven también a Dante, un espíritu romántico tocado por lo divino. Una voz, dicen que es, y una literatura. Caricatura de sí mismo, le han llamado. Pontificador. Un maestro de la cantaleta. “Es como esos profetas insolentes del Antiguo Testamento que se la pasaban diciendo verdades desagradables”, dijo Antonio Caballero. Autores reconocidos han confesado que dejaron de leerlo, que a partir de tal novela ya nomás: dejar de leer a Vallejo es cosa que se dice públicamente.
Hasta antes de la pandemia Vallejo frecuentaba las ferias del libro. En ellas daba un discurso multitudinario en el que volvía sobre los asuntos de su interés: el amor por los animales, el odio por la reproducción, por los políticos de todo signo y los curas, el caos de la humanidad. El público le aplaudía por haber entregado el dinero de sus dos grandes premios (el Rómulo Gallegos por El desbarrancadero y el Premio Fil de Literatura en Lenguas Romances por el conjunto de su obra) a fundaciones animalistas. “El gran amor de su vida son los animales y su única causa es su defensa”, dice en la biografía de sus libros. Pero dejó de asistir a eventos y de publicar en prensa.
Su obra sui generis y su personaje público hacen difícil situarlo en una zona específica en la literatura. Su discurso desorienta, despista. “Mi biógrafo, un cazador de tempestades”, dice en uno de sus libros mientras cambia de edad y trastoca el tiempo de su vida. Y mientras camina por Medellín, “la capital del odio”, que ha sido reducida en sus últimas obras a Laureles, donde camina con su perra Brusca, que se trajo de México. En el país donde escribió la mayoría de su obra vivió cerca de cincuenta años con David Antón, su pareja, hasta que murió y tuvo que anotarlo en la libreta.
El maestro del ‘yo’
“Creo que Vallejo no ilumina nada, creo que lo oscurece todo”, dice el filósofo Simón Villegas Restrepo. “Él lo desconcierta a uno sobre todas las cosas que parecen claras”.
En un país donde se le ha reprochado a García Márquez no haber construido un acueducto en Aracataca, Vallejo es llamado irresponsable por haber negado la pandemia y el coronavirus, por incitar supuestamente al odio, por misógino, anticlerical y aporafóbico, por su prolífica ira. “No creo que Vallejo sea un particular buen crítico de nada; no tiene que serlo. Vallejo es simplemente una voz, una voz que declara, anuncia, denuncia, exagera. No ayuda a entender nada, más bien a desentenderlo todo”, agrega Villegas Restrepo.
Según Camilo del Valle Lattanzio, profesor universitario en Baviera (Alemania), quien hizo su tesis de doctorado sobre el autor antioqueño, Vallejo es “el escritor más polifacético en Colombia: autor de biografías, novelas, ensayos políticos y científicos, textos académicos”. Desde Logoi: una gramática del lenguaje literario (1983), su primer libro, nació ese “yo” que “articula su poética”.
David Gil, escritor y profesor, afirma que Vallejo es “el escritor vivo más importante del país”. En el contexto de una literatura, tanto colombiana como mundial, “volcada hacia la primera persona” —fenómeno acentuado en el “narcisismo universal” de las redes sociales—, Vallejo es “el gran maestro de la primera persona, de la autoficción, de la ficción del ‘yo’”.
Gil analiza la forma en que se lo lee actualmente: para el público general, el autor de La virgen de los sicarios (1994) es “una especie de hombre irreverente, si es que esa palabra significa algo”. Para los estudiosos en literatura y escritores “es una de las voces más autorizadas en materia gramatical y literaria”. Y para los jóvenes que están escribiendo en primera persona, “Vallejo llama la atención sobre el problema del ‘yo’ narrador, que debe estar en crisis para que sea verosímil; si un yo de una novela no está en crisis, uno no se lo puede creer”.
Del Valle también sostiene que la obra de Vallejo ya ha entrado en el canon literario. “Sobre todo en Europa, donde se le lee de forma concienzuda y con la complejidad que su ironía requiere”. En cambio, en Colombia, por fuera de la academia, “no se le valora mucho”, se toma “de forma literal lo que dice” como cuando se le critica por su “aparente reaccionismo”.
El escritor Pedro Adrián Zuluaga sale al paso de estas críticas en un ensayo que lo llama “el maldecidor”. Las obras de Vallejo, dice Zuluaga, “son imposibles de ser reducidas al fascismo o instrumentalizadas por este. Porque el fascismo ideológicamente sostiene un orden, así termine en su propia destrucción. La literatura de Vallejo y su crujir de ideas fascistoides –o en apariencia sincronizadas con las de la extrema derecha– proponen en cambio sospechar de cualquier orden. Y lo hace con una prosa que reivindica el poder de la palabra para nombrar bellamente la destrucción, la independencia del arte que no es otra que la de decir bien o, en este caso, maldecir bien”.
¿Su mejor libro?
“Todos sus libros me parecen muy importantes, aunque digan que se repita”, dice Villegas Restrepo. Un autor que se repite es lo más frecuente: “Si no lo hiciera es porque no tiene estilo, no tiene obsesión, y Vallejo la tiene. Cada vez que se repite es genial”.
(“Repetirme yo? Se repite la fuente cuando canta. En cada instante soy distinto al que fui y al que seré”, contesta el narrador del nuevo libro).
Entre los más importantes de Vallejo menciona Los días azules (1984) —el primero de su pentalogía El río del tiempo—, La Virgen de los sicarios y El desbarrancadero (2001), los tres “hitos” de su obra. Del Valle también menciona el primero “por su fiesta poética”, así como la historia de amor con un sicario que lo llevó a la fama y fue adaptado a la película homónima de Barbet Schroeder con guión del autor. En su momento, el periodista Germán Santamaría propuso prohibirla por “siniestra” y por ir “contra todo lo colombiano”.
Del Valle suma otros títulos “menos conocidos” que le parecen “gigantes”: Las bolas de Cavendish (2017), su libro sobre física, y Mi hermano el alcalde (2004), “tal vez el más chistoso de todos”.
Para Gil, Los días azules y El desbarrancadero son “las novelas más bellas” del antioqueño. En la primera “el paraíso no se ha perdido, es un mundo anterior a la caída, una novela bellamente narrada”. En esa historia ya hay “amargura”, pero solo “como una sombra del ‘yo’ del futuro”. El desbarrancadero le parece impresionante por la forma en que narra “la caída definitiva” a través de las muertes del hermano y del padre. Entre las recientes no menciona haber leído ninguna, salvo Memorias de un hijueputa (2019), en la que el narrador está “un poco desperdigado”, dice Gil.
Sus últimos libros, desde luego, han cambiado para los lectores. El columnista Diego Aristizábal habló hace poco del desencanto que le ha causado su obra reciente. “Vallejo siempre ha hecho lo que le ha dado la gana, y eso es admirable”, dijo, pero también comparó La conjura contra Porky con estar en una tienda de barrio y que un señor se le acerque a echarle un cuento, “largo eso sí”, y emborracharse en un día no memorable, pero en el que “se pasó bueno”. “Vallejo perdió la capacidad de imaginar y uno lo lee como si fuera un programa de televisión, pero la culpa no es de él, es de este país que se anda robando lo bueno que nos quedaba y nos pone a repetir las mismas pendejadas”.
En tiempo de cancelaciones
Pero a la luz de la corrección política de estos tiempos, Vallejo continúa siendo una voz molesta y discordante. “Tiene todo que perder frente al movimiento cancelador. Es una obra que no respeta nada, que ofende la vida muchas veces”, dice Villegas, quien señala una aparente paradoja: a pesar de ser “uno de los grandes escritores homosexuales”, casi nunca que se habla de literatura Lgbtiq+ se lo menciona, porque “es una obra que tampoco se adapta a ciertas normativas que hay de la homosexualidad”.
“Si hablamos de cancelación, Fernando Vallejo es en últimas un demoledor, él acaba con todo”, comenta Gil. Su literatura —ahora que se reescriben libros para evitar ‘ofender’ a un público que es tomado por incapaz de leer una obra de arte— le parece más necesaria e interesante que antes, “cuando el mundo no había caído en esta ola estúpida de falsa virtud”.
Para Del Valle no hay en los libros de Vallejo “un ‘yo’ que esté reclamando una posición moral”, pues “el posicionamiento moral es lo que viene a problematizarse, a exponerse, a mostrarse como impostura”.
A juicio de estos lectores se lo seguirá leyendo, aunque puede que durante un tiempo se pierda el interés en su obra, sostiene Villegas, pero cree que para ser retomado eventualmente. “Leer de verdad a Vallejo es algo que solamente ha ocurrido pocas veces, hace falta más y vendrán más lecturas”, concluye Del Valle.
¿Un deseo final?
En su nuevo libro Fernando Vallejo no pierde libertades. Al contrario, se arriesga a extraviarse para siempre en su soliloquio, en su cantaleta y con los cabezazos que viene propinándose contra el suelo desde el inicio de su aventura literaria. Eterno corazón blasfemo, ensaya ser Dios: consignando su propia muerte como en El desbarrancadero consignó la de la lengua española. En este mundo todo nace y muere fatalmente, y no hay alternativas para el pandemónium. Salvo tal vez su voz, que con aire póstumo nos anuncia su deseo después de muerto:
“No quiero que me cremen, pero tampoco que me metan en un ataúd cerrado. Quiero seguir libre como he vivido, respirando al aire smog puro: me llevan a la cumbre del Pan de Azúcar de Medellín (no al de Río de Janeiro porque detesto las sambas), desnudo para facilitarles a los gallinazos su banquete hasta que solo dejen mis despojos, mis huesos mondos”.