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El coleccionista de botellas

José Fernando Escobar cuida como un tesoro sus miniaturas, algunas únicas.

  • José Fernando Escobar y su colección FOTOS MANUEL SALDARRIAGA
    José Fernando Escobar y su colección
    FOTOS MANUEL SALDARRIAGA
  •  Ron venezolano en una botella de porcelana.
    Ron venezolano en una botella de porcelana.
  • Ginebra de Rodesia del Sur. Se produjo hasta 1980.
    Ginebra de Rodesia del Sur. Se produjo hasta 1980.
27 de marzo de 2017
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El recuerdo adolescente que tengo de la calle donde está el colegio Divino Salvador, es la oreja ensangrentada del vendedor de golosinas. Todos los miércoles jugábamos fútbol en la caja de compensación de La Estrella. Cuando terminaba el partido regresábamos a casa a pie. Reíamos mientras caminábamos por Calle Negra, la sal se secaba en nuestros rostros húmedos, después del juego, sentía el pegote en mi cabello y el cuello y reíamos.

No sé cómo, no recuerdo quién, no tengo claro el momento en que el hombre del quiosco se molestó ante un comentario, tal vez hubo una burla, no sé. Vi el machete en sus manos que blandía al aire y que amenazaba a mis compañeros. Parecía un anciano enfadado en un parque, espantando palomas con un paraguas. Éramos palomas, miedosas, jóvenes y peligrosas. Alguno de mis compañeros de colegio alcanzó al vendedor de chucherías con un golpe que partió su oreja derecha y ensangrentó su rostro. Corrimos, nunca volví a caminar por allí.

Keawe, el protagonista del cuento de Stevenson, El Diablo de la Botella, no tuvo la remota intención de coleccionar frascos, con tan solo un ejemplar logró en su vida lo que quería y lo que no deseaba. Toda la fortuna del mundo imbuida con la maldad menos pensada y más grande que alguien pueda acaparar en una vasija, tuvo que soportar el hawaiano.

Me bajo del bus frente al Divino Salvador, veinte años después. El aire es frío y lo primero que busco es al ventero y su puesto. Ya no están. El portero me anuncia y luego llegó a la casa del coleccionista de botellas. José Fernando Escobar saca una botellita de su armario y mira su contenido como un científico que observa lo que hay dentro de su tubo de ensayo. Tiene ocho mil quinientas miniaturas en su haber. Escobar alguna vez, coleccionó estampillas, cajas de fósforos y llaveros. Se deshizo de todo. Cualquier día, un primo de su esposa llegó con una maleta llena de botellas luego de un viaje a México. El bicho coleccionador había dejado el hábito instalado como un virus en un disco duro en el cerebro de José. Recayó de nuevo en la adicción, esta vez al licor, no al que se ingiere, sino al que se aprecia en una estantería.

Son ya veintidós años desde que comenzó a juntar botellas. Su meta es reunir doce mil, pero el espacio ya le pone límites. José diseñó vitrinas que le aseguran dos años de pulcritud en el mantenimiento de la colección. Luego debe abrirlas y gastar tres meses de limpieza, en las noches y los fines de semana, después de trabajar como secretario de planeación de su ciudad.

Para Keawe, el mayor tesoro que podría brindarle su botella y el diablo sería una hermosa casa con jardín en la costa de Kona, para Escobar su gran joya es una botella de Ron Medellín veinte años. El coleccionista explica que la hace especial dos razones. La primera, que tiene impresa la etiqueta en el vidrio y la segunda, que la Fábrica de Licores se la dio solo a los empleados y políticos de turno en edición limitada, por lo que tuvo que convencer a alguno para que se la cediera.

José Fernando, absorto, mira con atención la botella más costosa. Es un pequeño cognac Camus Jubilee por la que pagó un millón de pesos. Admiro su colección y me impresiona la multitud, el orden y su colorido. Todo no puede ser impoluto, supongo que alguna mancha habrá entre las ocho mil botellas tan bien dispuestas. Le pregunto si robó alguna, José sonríe y confiesa que se aprovechó de la confianza de una amiga, cuando apenas comenzaba su colección. José estaba de paseo en una finca y su compañera, que conocía el gusto del hombre, le dijo que podía tomar cinco o tal vez seis botellas pequeñas de un grupo que tenía en casa. Escobar tomó la mano y no conforme, el brazo también, se llevó ocho. Enfatiza, rotundo, que nunca le ha robado a un coleccionista, a pesar de dormir en casa de algunos con grandes colecciones y tener oportunidades. Entre sus pares hay camaradería.

En Colombia, es el más grande coleccionista de botellas miniatura. En el mundo, considera que, por orígenes de países, puede ser también el primero. Organizó la colección por países, ex-países y territorios. En tipos de licor trata de tener de todas las tierras, pero es claro que de un solo país puede haber diferentes variedades. Todo lo tiene en un inventario con minucia.

La botella de Keawe fue su aliada y el diablo su más grande adversario. Los enemigos de José Fernando Escobar y su afición, son la luz, el polvo y el espacio. Vive en la cuarta casa desde que comenzó la colección y ahora piensa mudarse de nuevo y ese será otro gran problema, el trasteo.

Salgo de la urbanización y vuelvo a mirar la calle donde peleé y corrí. Mi frente no está salada y una fresca brisa recorre la calle.

8.500
Botellas miniatura hacen parte de esta colección que completó 22 años.
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