Asesinatos de empresarios y cabecillas, atentados contra abogados y servidores públicos, amenazas a comerciantes y misteriosas desapariciones forzadas. Todos estos crímenes, que han ocupado los titulares de la prensa en las últimas semanas, reflejan una triste realidad: que el sicariato parece estar más vigente que nunca en Colombia.
La lista de casos es inagotable, pero entre los más recientes se pueden contar dos hechos que sacudieron la seguridad en Bogotá. El pasado 7 de marzo, en el barrio La Calleja, en el norte de la capital, hombres armados atacaron el taxi en el cual se movilizaba el abogado penalista Ricardo Villarraga, de 63 años.
Los delincuentes hicieron cuatro disparos a las ventanillas del carro y el jurista resultó lesionado por las esquirlas de vidrio. Villarraga es muy conocido en el mundo judicial, por haber defendido en su momento a integrantes de la Junta Directiva del Narcotráfico, como Daniel “el Loco” Barrera y Luis Agustín Caicedo Velandia (“don Lucho”).
El pasado 21 de febrero hubo otro ataque, esta vez letal, en las inmediaciones del Parque de la 93, donde la víctima fue Hernán Roberto Franco Charry, un auditor empresarial de renombre en los corrillos corporativos.
Justo cuando entraba al edificio en el cual trabajaba, un sicario le disparó por la espalda. El homicida tenía tan estudiado su objetivo, que el asalto duró menos de cinco segundos y alcanzó a entrar y salir del garaje corriendo, antes de que el portón automático se cerrara.
Medellín también ha sido escenario reciente de este tipo de operativos criminales. El 7 de marzo fue asesinado por uno de estos matones, Édinson Rodolfo Rojas (“Pichi Gordo”), uno de los cabecillas históricos de la banda “la Terraza”.
Lo acribillaron junto a un parque del barrio Los Balsos. En el hecho también murió su socio Julián Alexánder Suárez Giraldo (“el Enano”) y quedó herido en una pierna el exfutbolista John Gelmer Lovert Córdoba.
El 13 de febrero anterior, en la Transversal Intermedia del vecino municipio de Envigado, otros sicarios ejecutaron a José Stiven Berrío Zorrilla, un caleño de 38 años que se movilizaba con su esposa en un automóvil Mazda. El finado había sido extraditado a Estados Unidos en 2012, donde pagó cárcel por exportar cocaína a ese país desde la Costa Pacífica.
La Costa Caribe también ha sido gravemente afectada por las vendettas entre mafias que contratan sicarios para saldar sus rencillas. Uno de los episodios más sonados tiene que ver el Clan Vega Daza, integrado por varios familiares involucrados en negocios ilícitos.
El 29 de junio de 2023 fueron masacrados en una vivienda del municipio de Puerto Colombia (Atlántico) tres de sus principales miembros: Rafael Julio Vega Cuello (“Kike”) y sus hijos Ray Jesús y Ronald Iván Vega Daza.
De esa matanza escapó lesionado Roberto Vega Daza, pero su destino ya estaba marcado. El pasado 26 de febrero fue encontrado su cadáver abaleado junto a otros dos hombres, dentro de un carro abandonado en la localidad de El Saler, en Valencia, España.
Tuluá (Valle) es otro de los municipios golpeados por la acción de esta clase de criminales. El 31 de diciembre de 2023, en una casa del barrio Victoria, le dispararon al político Eliecid Ávila, quien aguantó dos días en cuidados intensivos y falleció el 2 de enero siguiente, antes de posesionarse por tercera vez como concejal de Tuluá.
Y otro atentado sicarial que tuvo mucha repercusión ocurrió el 8 de octubre pasado en la avenida 30 de Agosto con la calle 48 de Pereira, a plena luz del día, donde fue aniquilado Bernardo Ángel Ocampo (“Berny”), uno de los principales jefes de la organización criminal “la Cordillera”.
Los sicarios lo sorprendieron con su esposa en las afueras de una iglesia y se enfrentaron a sus escoltas. Además de “Berny”, murieron su guardaespaldas Óscar Javier Giraldo Agudelo (“Osama”) y el agresor Santiago Bedoya Hernández, de 19 años y proveniente de Medellín; otro de los atacantes quedó gravemente lesionado.
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El negocio de la muerte
El sicariato como servicio criminal se consolidó en Colombia en la década de los 80, con el auspicio de los carteles de Medellín y Cali, las nacientes Autodefensas paramilitares y las guerrillas. Estas organizaciones contrataban jóvenes de las ciudades, la mayoría de escasos recursos, para que ejecutaran atentados en contra de sus enemigos del bajo mundo, de la Fuerza Pública y de los políticos que se atravesaban en su camino.
En ese periodo se popularizaron las llamadas “escuelas de sicarios”, instaladas en fincas de cabecillas y en algunos casos con la participación de agentes corruptos de las fuerzas de seguridad del Estado, que fungían como asesores e instructores.
Algunos de los cursos más famosos fueron dictados en el Magdalena Medio entre 1989 y 1991 por Yair Klein, un exmilitar israelita que regentaba una empresa de seguridad fachada para instruir a mercenarios y asesinos en diferentes partes del mundo.
A sus clases asistieron “estudiantes” pagados por Pablo Escobar Gaviria, Gonzalo Rodríguez Gacha, el Clan Castaño Gil y el precursor de las autodefensas, Henry Pérez, entre otros. Les enseñaban manejo de armas, explosivos y tácticas ofensivas y contrainsurgentes.
En la actualidad estos servicios se han especializado tanto en el país, que organizaciones mafiosas del exterior suelen contratar matones colombianos para ejecutar sus conspiraciones.
Un ejemplo fue el magnicidio del fiscal antimafia paraguayo Marcelo Pecci Albertini, en el que participaron autores materiales colombianos y venezolanos. El ataque sucedió el 10 de mayo de 2022 en la isla de Barú (Cartagena), cuando el funcionario celebraba su luna de miel con la esposa.
Otro contrato internacional fue el del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio, abaleado el 9 de agosto de 2023 a la salida de un coliseo de Quito.
La Policía ecuatoriana dio de baja a uno y arrestó a otros seis colombianos sospechosos de participar en el crimen; sin embargo, todos fueron asesinados misteriosamente en motines carcelarios ocurridos dos meses después.
Aunque hay células de sicarios independientes que se ofrecen al mejor postor, hay bandas expertas y con larga tradición en ofrecer estos servicios letales.
Según fuentes policiales, las más peligrosas son: “la Oficina” y sus bandas asociadas (Valle de Aburrá); la banda de “Satanás” y el “Tren de Aragua” (Bogotá); la “Cordillera” (Eje Cafetero); “los Costeños” y “los Pepes” (Barranquilla); “los Flacos” (Cartago); “la Inmaculada” (Tuluá); “los Pachenca” (Santa Marta); “los Shottas” y “los Espartanos” (Buenaventura); y el Clan del Golfo (nacional).
Su existencia es el recordatorio de que en Colombia todavía hay mucha gente que resuelve sus problemas mandando a matar a los demás.