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El partido va 3-2. El número 11 desborda por la izquierda. En la tribuna don Eliecer toca cuatro en una guitarra. Hace una gambeta de esas de ensueño, deja a tres a un lado. Pásela, párela, se escucha en gritos agitados. “Oiga, deme la toalla”, piden al borde, donde bañan a una chiquita de 2 años. “Coja la ropa, esa de allá”, señala al alambre del coliseo. “Métalo”, le suplican al 11. Da un giro, dando la espalda al arco, a las carpas blancas donde duermen enfermos de coronavirus. Y de taquito, patea.
En El Troncal, a 40 minutos de Arauquita, las bombas se escuchan más de cerca. Las luces se apagan a las 10 p.m., cuando en la placa ya no habrá partidos ni niños jugando. Al frente, pasando el río Arauca, está la zona epicentro de los bombardeos venezolanos. La Capilla, las Brisas, El Ripial, allí donde apareció muerta una familia. “Allá empezó todo”, recuerda don Fredy, el líder de este albergue. “150 personas estamos acá, casi todas las que vivíamos allá”.
Llegaron por un pequeño cruce de río, entre matorrales y al costado de la vía. Aquí se produce el mejor cacao del país. Las fachadas de El Troncal, las casas de tez blanca recién pintadas dibujan la matica de cacao que crece en las fincas. “Primera posición por allá en un concurso de París”, sacan pecho.
Fredy lo confirma, mirando atento el partido. “Ese, el 16, es uno de mis cuatro hijos”, menciona. “A él también le hicieron la prueba. A todos. Salieron tres positivos, esos están guardados allá”; señala a las carpas. Tres de trece atrapados por la pandemia de los refugiados de Arauquita.
Hace unos días arribó un ejército de batas blancas, carros con banderas e insignias en ingles. “Hasta que esto pasó, el virus estaba controlado. Teníamos apenas un caso activo”, menciona Raúl Garcia, secretario de salud de Arauquita. Era un temor tan lejano que las noticias de Bogotá llegaban como un mito. “¿Es cierto eso de que allá se está muriendo la gente?”, preguntaba Jonathan, un mototaxista. “Acá seguro es por el clima. Con tanto calor eso no se pega”.
Dos hospitales de primer nivel prestan el servicio a las poco más de 43.000 personas que viven en Arauquita. “No tenemos personal. Las campañas internacionales llegan con unos objetivos muy particulares, pero la emergencia sanitaria la tenemos que cubrir nosotros. Y no estamos preparados”, dice con un chaleco de Misión Médica mientras toma un café en la esquina del parque, a escasos 20 metros del Hospital San Lorenzo. Parece un pulpo.
Cuatro personas lo rodean, esperando instrucciones. Traiga el carro; pase por una bolsa de panes que donó la profesora; dígale a él que vamos para allá; consiga colchonetas, filtros de agua. Suena el celular, manda un audio antes de contestar; recibe una videollamada. Llama el alcalde. Llaman desde Bogotá. “Necesitamos más pruebas”, “necesitamos más vacunas”; repite. “Vámonos”. Al día, tres o cuatro misiones médicas salen de la cabecera urbana a las veredas de Arauquita. Hoy el turno es de Canciones.
La crisis en vereda
Se bordea el río Arauca por caminos de tierra y piedra. Suena un joropo en la radio, que se va entrecortando a medida que el casco urbano va quedando atrás. Tierras de pastos verdes se despliegan a lado y lado, con decenas de vacas pastando. “Todo esto se va a inundar cuando el río se salga”, menciona alguien del equipo. “Cuando el invierno termine de llegar”.
“Aquí se trata es de un voz a voz. En los albergues del pueblo sabemos cuántos están, qué necesitan. Podemos tener un control. En las veredas no, porque ellos entran y los dueños de las fincas les dan algún espacio y ya, ahí se quedan”, explica García. En la casa de doña Mariela duermen 10 en un cuarto de 3x3. Los colchones se apilan en el día, las hamacas se recogen y de almohadas hay costales sellados con hojas de alguna mata.
En las casas de techos de zinc y madera gastada no hay agua, acueducto o gas. “Vaya busque la cédula, llame pa que se la den o de la que se sepa”; se ordenan entre ellos. Nombre y documento por mercado que reciba. Una cajita que promete el sustento para 5 días: panela, arroz, leche, chocolate, etc. “Hagan una olla para todos. Cocinen entre todos para que rinda y nadie se quede sin comer”, aconseja algún funcionario. Es hora de almuerzo y en el fogón comunitario arden dos o tres pequeños trozos de carne. Hay agua hirviendo al lado y platos de plástico de diferentes colores.
Dos bolsas, una naranja y azul. Las reúnen a ellas aparte. Una representante de UNFPA (Fondo de Población de las Naciones Unidas) toma la palabra. “Este es el kit dignidad”, les explica. Rodeadas en un circulo, saca una cajita que contiene una linterna. “No necesita pilas, se recarga moviendo esto”, demuestra. “Sirve para que alumbren cuando tengan que salir en la noche, hora en la que se suele tener más peligro de ser abusada sexualmente”. Y si se sienten en riesgo, dice la vocera, “usen esto”, sacando una tirita de la bolsa de la que cuelga un silbato.
“Yo lo suelo cargar, pero se me cayó. Esto puede salvarles la vida”, les asegura. “Imaginen un terremoto o un derrumbe. Ustedes quedan ocultas bajo los escombros y hacer sonar esto le ayuda a los rescatistas a encontrarlas”. Escuchan en silencio, cada una con su bolsita en la mano. Hay toallas higiénicas, jabón y otros elementos similares, pero el silbato y la linterna se roban el discurso. Hay condones. “Recuerden que nadie las puede tocar si ustedes no quieren”.
Hay riesgo en todos los albergues. “El tiempo pasa y la interacción entre ellos se vuelve más compleja”. ¿Quién está embarazada?, se pregunta en cada asentamiento. Ella alza la mano, con 7 meses de embarazo. No tiene controles en Colombia. Duerme allí con otras 28 personas. De nuevo: número de teléfono, documento. “La vamos a llamar, se tiene que hacer controles acá”. Ella asiente, sonríe y agradece. ¿Quién se quiere ponerse el implante? “¡Yo”, grita alguna.
Hay 100. “Solo tenemos eso y entonces se tienen que anotar. Háganmelo saber. De resto, sepan que tienen derecho a recibir atención en temas de reproducción y educación sexual en los hospitales, acceder a información y métodos de anticoncepción. No importan que sean venezolanas. También pueden denunciar cualquier cosa, no se queden calladas si algo pasa”.
“Nos dicen que somos migrantes. No, no somos, porque yo entiendo que el migrante es el que prepara su viaje. Nosotros solo somos víctimas que tuvieron que huir”; dice a quien llaman “la negrita” en la finca donde vive con otras 100 personas, donde el camino se pierde, donde parece que se acaba el mundo. “A nosotros nos expulsaron y solo queremos volver”. Hace unos días preparó una expedición. Se reunió con cinco más y cruzó de regreso por donde tuvo que correr en huida a Colombia.
“Hay un letrero pegado en la parroquia. Avisa que no hay garantías, que no nos pueden asegurar que nada va a pasar”; cuenta que vio. Hay militares regados en las esquinas de barrios solitarios, donde solo se mueven fusiles. “Parecen pueblos fantasma. Nadie ha vuelto y los que van, como nosotros, solo lo hacemos para dar un vistazo. Ellos nos miran y nos dejan pasar. No les interesa tampoco que volvamos”.
Reencuentros
“¿Hace cuanto no te veía? ¿Hace 30 años? Yo jugaba con usted fútbol en la escuela”. Ambos hombres se abrazan regodeados en una que otra jugada que la memoria conserva. Entre el 20% y el 30% de los refugiados de esta crisis son colombianos. Personas que cruzaron la frontera hace décadas persiguiendo la prosperidad que el petróleo ofrecía en Venezuela. Hoy están de regreso.
Cómo está el papá, cómo está la mamá, qué tal tu hermanita. Las preguntas brotan sin pausa. No esperan respuesta. No es necesario. Sonríen y se miran en silencio, como intentando aparejar la imagen del niño de ayer, ese conocido amigo de las veredas del municipio, con la cara del hombre de hoy. Se buscan heridas. “¿Cómo le quedó esa chamba que se hizo con la reja?”. “Ah, usted era muy bueno. Todos creíamos que iba a ser profesional”. ¿Y qué dejó allá tirado?
La sonrisa se esfuma y la mirada cae al piso. El presente se impone y la incertidumbre del futuro enmudece. “Todo”, atina a responder. Palmadas en la espalda con la distancia y el respeto debido. El ritual de ayudas comienza: la caja de mercado, la bolsa naranja para las mujeres, la azul para los hombres. “¿Usted cuanto es que calza? Usted es M de camisa, ¿verdad?”. Zapatos y un par de prendas para trabajar en el campo, en las cosechas de los anfitriones.
Siguen llegando, cruzando por el inmenso río Arauca. En las partes más angostas el viaje de orilla a orilla dura entre 2 y 5 minutos, en las más amplias de 10 a 15. Las bombas siguen explotando en la noche, en los bordes del lado venezolano. El caos aguarda: “hay ayudas para 15 días más. No sabemos que va a pasar de ahí en adelante”, advierten desde Bomberos; la pandemia merodea los albergues: “faltan pruebas, faltan vacunas”. En el coliseo de El Troncal, el número 11 falla. El balón sale desbordado. La pequeña estrella frustrada se aleja dando manotazos. En la tribuna don Eliecer desafina. El partido termina.