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El granero más viejo de Antioquia tiene 108 años y resiste en una esquina de El Retiro

El lugar fue incluido en la obra de Fernando González, es uno de los grandes atractivos turísticos del pueblo, pero su final podría estar próximo.

  • La fina pesa alemana que trajo don Pacho de uno de sus viajes todavía presta servicio para medir con precisión varios productos que se venden en el granero. FOTO Manuel Saldarriaga
    La fina pesa alemana que trajo don Pacho de uno de sus viajes todavía presta servicio para medir con precisión varios productos que se venden en el granero. FOTO Manuel Saldarriaga
  • El granero ha prevalecido a pesar de la feroz competencia, incluso aun con la llegada de mercados de bajo costo. Surtida como lo estuvo siempre, es también apetecido lugar para turistas. FOTO Manuel Saldarriaga
    El granero ha prevalecido a pesar de la feroz competencia, incluso aun con la llegada de mercados de bajo costo. Surtida como lo estuvo siempre, es también apetecido lugar para turistas. FOTO Manuel Saldarriaga
  • Don Jorge y Pecas sacan cada tanto un respiro en la jornada para divisar juntos el paisaje del parque. FOTO Manuel Saldarriaga
    Don Jorge y Pecas sacan cada tanto un respiro en la jornada para divisar juntos el paisaje del parque. FOTO Manuel Saldarriaga
hace 5 horas
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Apoyado ligeramente en la puerta del granero, abierto al despuntar el día tal como los 39.000 días anteriores (para tirar redondeo), don Jorge Enrique Vallejo mira caer la lluvia rala sobre el parque de El Retiro antes de pararse nuevamente detrás del mostrador a continuar con lo que lleva haciendo desde hace casi cuatro décadas: atender.

Don Jorge tiene el pelo y la barba completamente blancos, largos y cuidadosamente ordenados. Una imagen que casa perfectamente con su voz profunda, pausada y su dicción impecable. El granero al que le dedica sus días desde finales de los 80 se llama El Central, el mejor nombre posible que encontró su tío abuelo para nombrar el negocio que montó hace casi 109 años en una esquina del parque principal del municipio, viendo de frente a la iglesia.

Lo que cuentan estas páginas no resultará novedoso en absoluto para los habitantes de El Retiro, acostumbrados a citarse toda la vida en dicho lugar: “En El Central nos vemos”; habituados a conseguir allí todo lo que era posible comprar sin salir de las fronteras del municipio; enseñados a conversar allí todos los temas conversables en una mañana o tarde, entre compra y compra o para llenar las horas.

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Pero sí puede valer como testimonio, ahora que el tiempo de El Central parece estar entrando a su epílogo, para que la gente sepa que en un país donde más del 80% de las tiendas tradicionales reportan estar estancadas o en vía de desaparición y un negocio tiene en promedio una vida de cinco años, este granero de un pueblo del Oriente pasó de largo el siglo de existencia. Y si es que acaso el final se le aproxima, lo hará con sus estanterías atiborradas; surtidas en cada rincón y coloridas; un negocio con su espíritu intacto. A El Central no le llegó nunca la decadencia.

El conversadero de El Brujo

Es 1916, y en los pequeños pueblitos del Oriente antioqueño empieza a surgir una nueva y necesaria clase de comerciantes, pues una vez destetados de Rionegro y Marinilla, municipios como El Retiro empiezan a tener una robusta producción agrícola, una economía más variada y una población creciente y ávida de adquirir nuevos bienes y productos. Se diseminan entonces los primeros locales comerciales.

En El Retiro, don Francisco Vélez monta El Central en la esquina más cotizada de la plaza principal y rápidamente se convierte en el punto de referencia de los guarceños que surten allí el diario y encuentran todos los víveres que necesitan (y los que no sabían hasta entonces que necesitaban) mientras se encuentran con los vecinos, conversan, toman tinto y aguardiente y ven crecer el pueblo.

Es una época propicia para el trueque. En el libro contable más antiguo del negocio que conserva don Jorge, con caligrafía perfecta y suntuosa, don Pacho registró las deudas de cada guarceño con cuenta abierta en El Central y las formas cómo se saldaron. Con el bullente comercio entre pueblos; arrieros y comerciantes llevando y trayendo mercancía de todo tipo, es usual en esas páginas, por ejemplo, que algún Mejía o Botero pague sus víveres con un lote de velas, artículo de primera necesidad en un tiempo en el que a la luz eléctrica le faltaban todavía unas décadas para aparecer en el Oriente.

El caso es que, como fuere que quisieran o pudieran pagarle, el libro contable es la prueba de que cada guarceño cuyo nombre fue escrito allí se fue de este mundo sin deberle medio centavo a don Pacho. “Eran tiempos en que la palabra valía más que cualquier otra cosa, mi tío dice que nunca nadie le quedó debiendo algo. Ya quisiera yo poder decir lo mismo”, dice don Jorge.

Don Pacho tiene fama de dominar la palabra. Más que el dueño del próspero negocio es como un anfitrión del evento social que sucede cada mañana y tarde en El Central.

El granero ha prevalecido a pesar de la feroz competencia, incluso aun con la llegada de mercados de bajo costo. Surtida como lo estuvo siempre, es también apetecido lugar para turistas. FOTO Manuel Saldarriaga
El granero ha prevalecido a pesar de la feroz competencia, incluso aun con la llegada de mercados de bajo costo. Surtida como lo estuvo siempre, es también apetecido lugar para turistas. FOTO Manuel Saldarriaga

Tanto así, que desde Envigado llega cada tanto buscando conversación y aguardiente el filósofo Fernando González. Don Jorge cuenta que el Brujo de Otraparte era buen amigo de su tío abuelo y que posiblemente en los ratos que compartieron sentados frente al mostrador hablaron de las posturas del escritor sobre el clero, la sociedad, la vida cotidiana, el arte; y de las largas anécdotas de viajes de don Pacho, porque de alguna manera se las arregló para dejar bien cuidado el granero mientras pasaba épocas conociendo medio mundo: Francia, España, India, Egipto, de todos lados traía alguna foto o cosa extraña para adornar su negocio (quizás también para negociar).

Tanto El Central como don Pacho aparecen en el Libro de los viajes o de las presencias. Ocurre en la Tercera Parte de la obra, en el capítulo 1, cuando prosigue la incesante búsqueda de Lucas Ochoa llegando hasta El Retiro. Allí, el rastro de Lucas lo lleva hasta el que parece ser su mayordomo, un hombre llamado Francisco, quien en el libro se sienta con el narrador a contarle cosas, pero antes de eso manda por una botella de aguardiente a El Central para calentar la mañana. Y entonces le cuenta al filósofo asuntos varios, Como que don Pacho se negó a prestarle a Lucas Ochoa un apetecido toro Holstein para ponérselo a su novillona. Resulta que don Pacho no quiere que el toro esté cerca de Lucas Ochoa, porque cree que “ojea” a los animales. “(...) don Pacho me dijo que no dejaba traer el toro, que ni riesgos...; que llevara la novillona yo” .

Don Pacho, entonces, se convierte en el famoso libro de González en un arquetipo del comerciante pragmático y a la vez supersticioso, y además de eso, de carácter sencillo y alegre.

La brega de tres generaciones

Pasados los tiempos de conversaciones filosóficas con aguardiente y bonanza incuestionable en su negocio, don Pacho entra a su retiro y El Central queda en manos de don Rafael Vallejo, papá de don Jorge Enrique.

Todo sigue intacto: la prestancia del lugar y sus estanterías soberbiamente abastecidas. En el punto máximo del granero se llega a vender hasta materiales de construcción, como el cemento, y productos especializados como medicina veterinaria.

Los graneros y tiendas de esa primera generación de comercios van desapareciendo del mapa y de la memoria. Aparecen en su reemplazo nuevas tiendas y revuelterías, y después los almacenes y depósitos y los primeros supermercados. El Central se las apaña para ser competitivo, para ser preferido. Don Pacho asoma a veces, impedido por los achaques, da vuelta a su querido negocio y presta el servicio de conversador de la clientela mientras don Rafael atiende con diligencia.

Sin embargo, en 1988 sobreviene la tragedia. Gabriel, el otro hijo de don Rafael, es asesinado en el municipio. Don Rafael sucumbe ante el dolor por la muerte de su hijo, relata don Jorge, y fallece de un infarto. Un mes después muere don Pacho.

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En esa época don Jorge trabajaba de manera independiente con repuestos para vehículos, se movía entre el Oriente y Medellín, pero toma una decisión sin vacilar: encargarse del negocio para que, aún entre tanta muerte, la tradición familiar siga viva.

Y desde entonces está detrás del mostrador de El Central, con los mil productos colmando las estanterías, con las reliquias que dejó don Pacho: la precisa pesa alemana con la que todavía pesan meticulosamente el cuido; los carteles publicitarios que dominan las paredes; con su espacio intacto: la tienda, la bodega, el sótano, un pequeño cuarto, todo funcional, nada que delate inclemencias del tiempo.

Desde hace 16 años a don Jorge lo acompaña Pecas, un gato que llegó como polizón dentro del chasis de un camión que se parqueó al frente para surtir y que por suerte no lo mató. Pecas, famélico, entró, merodeó, probó comida y nunca más se fue. Es el único que vive 24 horas en el granero. También, hace 20 años a don Jorge lo acompaña Rigo, cuya hiperactividad hace perfecto juego con las pausadas formas del dueño de El Central, el último dueño de El Central, porque don Jorge no tiene hijos a quien heredarle su lugar y aunque se sabe vencedor ante las cientos de circunstancias que pudieron haber puesto fin al emblemático granero, reconoce que el tiempo y las vicisitudes acercan el plazo final.

Don Jorge y Pecas sacan cada tanto un respiro en la jornada para divisar juntos el paisaje del parque. FOTO Manuel Saldarriaga
Don Jorge y Pecas sacan cada tanto un respiro en la jornada para divisar juntos el paisaje del parque. FOTO Manuel Saldarriaga

Don Jorge nunca fue propietario del inmueble donde se ubicó el granero. En esos vaivenes de las herencias familiares, la esposa de don Pacho le entregó su propiedad a dos sobrinas que posteriormente vendieron el enorme inmueble a la alcaldía. Cuando don Jorge pensó hace casi dos años que el cierre era inminente, logró con la actual administración acordar su permanencia allí hasta que la misma esté a cargo, es decir, hasta diciembre de 2027. Pero todo está reducido ahora a lo que pase cuando la nueva administración se posesione.

Y para peleas no está ya don Jorge. Dice –y con razón– sentirse agotado de tantas décadas de un negocio que, como lo saben los que tienen o han tenido alguno, se convirtió en una especie de esclavitud en la que sacar días de descanso es una proeza.

De todas maneras hay un dolor que se le sigue encajando en un costado y es el futuro que pueda tener el lugar. Ahí es cuando aflora su contundente respuesta sobre el secreto de la longevidad y resistencia de El Central frente a todos los tipos de competencia que tuvo, incluyendo, por supuesto, las cadenas de supermercado de bajo costo que arrasaron con cuanto negocio de barrio y plaza, y colonizaron la mayoría de las cuadras y barrios.

“Yo diría que en últimas lo que las personas quieren es sentirse atendidas. Y en esos lugares, puede que compren más barato o haya más surtido, pero no hay atención. Puede ser que por eso los hijos de los hijos de los que clientes más antiguos siguieron viniendo acá”, señala.

No solo una clientela fiel –aunque si bien más reducida– mantiene vigente a El Central. En una época donde impera lo homogéneo, la singularidad de El Central como negocio encontró eco en los visitantes, en los turistas que llegan a una de las plazas principales más bellas de Antioquia y se entregan a la fascinación de un granero antiguo que en tiempos en los que hasta para comprar una pastilla se pide domicilio sigue siendo un álgido punto de encuentro y de consumo.

Es parada obligatoria de los guías turísticos con grupos de todas partes del país y del mundo. Hace parte de la experiencia mensual de la tradicional Retreta, cuando en medio del frío los guarceños y visitantes se reúnen en el parque principal a escuchar a las bandas y artistas en vivo. Es un plan infaltable darse una pasada por el granero, saludar a los presentes y comprar el trago que ameniza la noche y la música mientras se observa desde ese ángulo de la plaza cómo los artistas, las luces, la iglesia y la madera lustrosa de los balcones forman una escena de completa armonía.

El granero, incluso, se vuelve en diciembre la cabaña de Papá Noel, pues después de años recibiendo chistes sobre su barba y pelo blancos, don Jorge un buen día hace doce años decidió personificar a Santa Claus y cada diciembre recibe en El Central a niños y adultos deseosos de una foto y de galletas.

Por eso, lo que espera don Jorge el día que le toque vaciar las estanterías y poner el candado por última vez, es que administración municipal decida mantener el espíritu de ese lugar patrimonial de los guarceños, esa huella de originalidad que atrae visitantes; que al menos lo que sea que decidan montar allí sea compatible con el espíritu del último granero centenario que queda en pie en Antioquia.

Los problemas del patrimonio

Una duda de turistas es por qué, pese a su belleza, el parque Santander no tiene carácter de Centro Histórico, como otros siete municipios de Antioquia, como Jardín, Jericó o Concepción. La pérdida de inmuebles históricos, por decisión de los propietarios o por deterioro, han minado parte del carácter patrimonial de la centralidad del pueblo. Hace dos años, por ejemplo, hubo revuelo por la desaparición de las casonsa Enso y Rosada. El municipio tiene comité de patrimonio que ha intentado concertaciones con propietarios. Pero, como en otros lugares, es una tarea compleja.

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