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El arte de sembrar corales: premian a Dislicores por convertir vidrio en vida marina

Lo que antes era un desecho sin destino en San Andrés hoy sirve de base para restaurar corales. Un proyecto de Dislicores fue premiado por su impacto ambiental y social.

  • Fragmentos de coral adheridos a “galletas” de vidrio reciclado y cemento, en una guardería submarina en San Andrés. FOTOS cortesía
    Fragmentos de coral adheridos a “galletas” de vidrio reciclado y cemento, en una guardería submarina en San Andrés. FOTOS cortesía
Daniel Rivera Marín

Editor General

hace 7 horas
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En la isla de San Andrés, donde la cuarta barrera coralina más grande del planeta lucha por sobrevivir, el vidrio se ha convertido en esperanza medioambiental. Durante años, las botellas vacías terminaban en un relleno sanitario donde eran nada más que basura, un problema que se agravaba en un territorio turístico cuyo consumo depende en gran parte de bebidas envasadas. Ahora, ese mismo residuo es triturado, convertido en arena de sílice y mezclado con cemento —forman unas “galletas”— para dar vida a estructuras que sirven de base a nuevos fragmentos de coral. La iniciativa se llama Un arrecife de vida, y es liderada por la empresa antioqueña Dislicores, que acaba de recibir el Premio ODS 2025 en la categoría empresarial, un reconocimiento entregado por Pacto Global Red Colombia y la Cámara de Comercio de Bogotá a las mejores prácticas de desarrollo sostenible.

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El proyecto nació de una imagen que parecía una paradoja: en Barú, en un arrecife conocido como Botellas, Luz María González de Bedout, presidenta de Dislicores, había visto de niña cómo el vidrio acumulado en el mar terminaba colonizado por corales que lo transformaban en un paisaje vivo. Años después, esa memoria se convirtió en la semilla de una idea: utilizar el principal residuo de la compañía, el vidrio de las botellas, no como un desecho, sino como materia prima para restaurar los arrecifes. Mientras la mayoría de empresas buscaba programas de sostenibilidad asociados a la siembra de árboles, ella quiso apostar por algo que tuviera relación directa con la actividad de la compañía y que, al mismo tiempo, dejara un legado ambiental.

El océano produce el 70% del oxígeno que respiramos, y aunque los arrecifes apenas cubren el 0,2% de la superficie marina, sostienen el 25% de la vida que habita en el mar. En el mundo, cerca de 500 millones de personas dependen de ellos para su alimentación y su sustento económico. Además, funcionan como una muralla natural que protege a las comunidades costeras de tormentas y huracanes. En San Andrés, la reserva de la biosfera Seaflower concentra una riqueza que la hace comparable con la Gran Barrera de Coral australiana, pero enfrenta riesgos crecientes: el aumento de la temperatura del mar, la sobrepesca, las especies invasoras como el pez león y la presión del turismo sin manejo adecuado. Con esa urgencia ambiental, la idea de transformar botellas en arrecifes no era una quimera descabellada.

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El proceso técnico es complejo, pero se puede resumir en una cadena de pasos. Primero, el vidrio es pulverizado hasta convertirse en una “arena” rica en sílice, componente fundamental de las playas y compatible con la vida de los corales. Luego se mezcla con cemento en proporciones de 70% vidrio y 30% cemento. El resultado son discos —comparables a galletas o arepas— donde se fijan fragmentos de coral. Los biólogos seleccionan fragmentos que se han desprendido naturalmente o que corren el riesgo de morir cubiertos por algas. Esos fragmentos son fijados a las bases y llevados a guarderías submarinas, mesas metálicas instaladas a unos 120 metros de la costa y a 14 de profundidad, en sitios como El Cove o Big Mama. Allí permanecen vigilados, mientras los pólipos vuelven a crecer y el tejido coralino se regenera. Después de un tiempo, los fragmentos son trasplantados de nuevo al arrecife.

La inspiración para este procedimiento no surgió de la nada. En 2022, Dislicores se vinculó al programa Un millón de corales por Colombia, impulsado por el Gobierno nacional. En el acuario de Santa Marta, junto a la Fundación Sincaribe, probaron por primera vez la técnica de reemplazar la arena natural con vidrio pulverizado. Durante un año, trabajaron con el equipo científico liderado por el biólogo Antony Comba. Fue allí donde comprobaron que el sílice del vidrio era un sustrato idóneo para los corales y, además, una alternativa que evitaba el daño ambiental de extraer arena de canteras o playas. Sin embargo, dificultades logísticas y administrativas en Santa Marta los llevaron a buscar independencia. San Andrés apareció como la opción natural: un ecosistema en crisis y, al mismo tiempo, un lugar donde la acumulación de vidrio se había convertido en un problema sin solución.

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“Lo que estamos haciendo es un proceso de circularidad muy lindo: el vidrio, que alguna vez fue arena, vuelve a convertirse en arena para dar vida”, explica Jhon Alexander Ortega Henao, director operativo del proyecto. Bajo su coordinación, Un arrecife de vida consolidó un equipo multidisciplinario. Antony Comba siguió como director técnico, acompañado de dos biólogos más que residen en San Andrés. Los lancheros del Cove se encargan de transportar las estructuras hasta las guarderías submarinas. Tres trabajadores locales producen las galletas de vidrio y cemento. Y poco a poco, los isleños han sido vinculados como “jardineros del mar”: personas encargadas de limpiar algas, vigilar los trasplantes y asegurar que los fragmentos prosperen.

Los resultados empiezan a ser visibles. Hasta la fecha, se han sembrado más de 25.000 fragmentos de coral, distribuidos en siete mesas submarinas. Se han producido entre 7.000 y 9.000 galletas y se han recuperado casi tres toneladas de vidrio en la isla. En términos de proyección, la meta es restaurar el 10% de un arrecife de 164.000 metros cuadrados entre Punta Evans y Punta Far. Eso equivale a 16.400 metros cuadrados de cobertura coralina, con la siembra de 100.000 fragmentos en unas 50.000 galletas. Para lograrlo, se calcula que en los próximos tres años será necesario reciclar al menos 12.200 botellas, unas seis toneladas de vidrio que hoy están condenadas al relleno sanitario de San Andrés.

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El proyecto también avanza en la investigación científica. Los biólogos explican que existen dos tipos de reproducción en los corales: la sexual, que ocurre de manera sincronizada una vez al año durante el desove, y la asexual, basada en la fragmentación. Un arrecife de vida se centra en esta última, pues permite rescatar fragmentos que de otro modo morirían y multiplicarlos en guarderías. El crecimiento acelerado que han observado se debe a la riqueza del sílice, que funciona como un supernutriente. Los pólipos, esas diminutas unidades vivas que forman el coral, muestran incluso una memoria biológica: al fijarse en las galletas de vidrio, reconstruyen sus tejidos y comienzan a brotar nuevas “boquitas”.

Otro frente de innovación es el uso de hidrófonos para medir la biodiversidad a través del sonido. Los corales vivos, explican los investigadores, producen un ruido distinto al de los corales muertos. Grabar y analizar esos sonidos permite evaluar el impacto de las guarderías y entender si la fauna marina está regresando. La evidencia preliminar es alentadora: a simple vista ya se observa un aumento de peces herbívoros y de otras especies que utilizan las estructuras como refugio.

Más allá de lo ambiental, el proyecto busca transformar la relación de la comunidad con su entorno. En alianza con pescadores, planean organizar jornadas de cacería de pez león, una especie invasora que amenaza a los arrecifes. Los chefs locales prepararán ceviches con esa captura, demostrando que se puede convertir un problema ecológico en una oportunidad gastronómica. También se están diseñando cartillas educativas para colegios de la isla, dirigidas a los estudiantes de grados superiores, con el fin de que entiendan el valor de los arrecifes y se vinculen a su cuidado. La visión a largo plazo es que San Andrés pueda convertirse en un laboratorio de economía circular: el vidrio molido no solo serviría para el mar, sino también para fabricar ladrillos, carreteras y parques infantiles.

En agosto de 2025, Un arrecife de vida recibió el Premio ODS en la categoría empresarial, un reconocimiento entregado en la octava versión del galardón a las buenas prácticas de desarrollo sostenible. De 250 iniciativas postuladas, fue seleccionada como una de las ganadoras en el Objetivo de Desarrollo Sostenible número 14, que busca proteger la vida submarina. Para Dislicores, el premio no incluye recursos económicos, pero representa una validación de su apuesta. “Es la confirmación de que vamos por el camino correcto y de que lo que hacemos tiene sentido más allá del negocio”, resume Ortega.

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Fabio Arjona, director de Conservación Internacional en Colombia, y Carlos Correa, exministro de Ambiente, han descrito esta iniciativa como una de las más importantes del Caribe sur. La razón es que no se limita a un gesto simbólico: combina innovación técnica, impacto ambiental medible y participación comunitaria. En un contexto donde la mayoría de las campañas de sostenibilidad se quedan en el terreno de la comunicación, Un arrecife de vida avanza con resultados concretos.

El reconocimiento internacional también sirve para abrir puertas a nuevas alianzas y financiación. La restauración coralina es costosa y demanda constancia: cada fragmento requiere monitoreo diario, cada galleta implica logística y transporte, cada trasplante depende de condiciones climáticas. Con el premio, Dislicores espera atraer más apoyo y acelerar su meta: restaurar en tres años lo que inicialmente se había proyectado para 2030.

En el fondo, el proyecto plantea una reflexión sobre la capacidad de transformar lo que consideramos basura. Un residuo del consumo masivo de licor, asociado al turismo y al derroche, se convierte en un aliado de la conservación. El vidrio, que antes terminaba acumulado en un relleno sanitario de una isla caribeña, hoy vuelve al mar convertido en base para la vida.

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La imagen de cierre es poderosa: a catorce metros de profundidad, en guarderías metálicas sumergidas en las aguas de San Andrés, cientos de fragmentos de coral se aferran a galletas hechas con vidrio triturado. Poco a poco, los pólipos se extienden, cicatrizan y generan nuevos brotes. A su alrededor, los peces juveniles encuentran refugio. Y mientras arriba sigue la rutina de turistas, vuelos y hoteles, abajo, un arrecife de vida empieza a crecer.

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