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Cuando medio país estaba entretenido cantando la tutaina y los zagalillos, el Congreso de la República aprobó la Ley de Seguridad Ciudadana en medio de uno de los debates más candentes que se han visto en los últimos tiempos en el capitolio entre la oposición y el Gobierno. La ley, que está pendiente de la firma del presidente Iván Duque, propone endurecer las penas para los robos callejeros, que tanto están doliendo hoy a los ciudadanos; y propone también castigos más fuertes para quienes dañen los sistemas de transporte público o la infraestructura oficial, como los CAI, oficinas de Icetex y peajes, que mucho sufrieron en las protestas del año pasado.
La ley, así planteada, para muchos es motivo de aplauso. Y hasta se puede escuchar un cierto suspiro de alivio como queriendo decir: al fin se hace algo contra delincuentes y vándalos. Pero la realidad es que el texto aprobado está plagado de problemas técnicos y de nuevos delitos que pueden dar lugar a todo tipo de abusos por parte de los ciudadanos y de la fuerza pública.
Para comenzar, se nota un particular desconocimiento de los autores de la ley sobre el derecho penal. Por ejemplo, se crea un delito que ya existe, como es el avasallamiento de bien inmueble, que es, claramente, una invasión de tierras. Y también se contemplan penas para eventos en los cuales no existe delito (como cuando hay un error de prohibición, figura que bien entienden los especialistas).
Como si fuera poco, se intenta una vez más utilizar la reincidencia como causal de agravación o del establecimiento de una detención preventiva, pese a que la Corte Constitucional ha señalado en muchas ocasiones que eso es inconstitucional. ¿Los congresistas no leen la jurisprudencia de la Corte o tal vez la leen pero aprueban normas a sabiendas de que se pueden caer?
Tal vez la mayor preocupación se presenta por la consagración en esta ley de nuevos delitos que pueden dar lugar al abuso por parte de las autoridades. El primero es el que penaliza el porte de arma blanca con entre cuatro y seis años de cárcel, si estas no se están usando para un fin lícito. Por lo cual el solo hecho de portar un bisturí en una plaza pública o un cuchillo de cocina en el mercado se puede ir a la cárcel.
También se crea el delito de obstrucción a la función pública, que comete quien promueva o instigue a otro a obstruir, impedir o dificultar la realización de cualquier función pública, conducta tan amplia que puede llevar a la cárcel a un ciudadano por el solo hecho de tener una discusión con un funcionario, arma poderosa para generar abusos.
También se amplía de manera desproporcionada la legítima defensa, pues se permitiría que un ciudadano pueda asesinar a otro, simplemente, por el hecho de que este último irrumpe en su casa o en su vehículo. Tema este que mayor polémica produjo con la oposición.
Otro aspecto complejo es que se autoriza la detención preventiva por la resistencia al procedimiento de captura mediante el intento de emprender la huida, o dificultar su individualización, cosa que, entre otras, solo la policía puede llegar a demostrar y es muy subjetivo.
Cada una de esas reformas pueden ser bien recibidas por un grueso de la población que se siente impotente y vulnerable por el aumento desproporcionado de la inseguridad en las ciudades. Pero la pregunta es si estas reformas, muy en el borde de otros derechos, son el mejor remedio para la enfermedad en un país tan complejo como Colombia, en el que se puede llegar a multiplicar la violencia con este tipo de medidas.
La mayoría de expertos en derecho penal señala que en Colombia no hay política criminal y el Congreso cada año hace cosas para confirmarlo. Año tras año se aprueban leyes que sancionan nuevos delitos sin ninguna justificación distinta al populismo punitivo. Y esta ley parece ratificarlo