Los discursos gubernamentales recuerdan y reiteran que la historia de nuestro país es la de una sucesión ininterrumpida de conflictos políticos y sociales, conducidos por las vías violentas y con uso ilegal de las armas no solo contra el Estado y los gobiernos sino, ante todo, contra la población civil.
Se recuerda menos que también es cierto que la búsqueda de soluciones dialogadas y negociadas ha sido una constante en esa historia de violencias. Y que el Estado, con sus poderes públicos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) ha ofrecido, impulsado, aprobado y ejecutado diversos procesos de amnistía para terminar de forma consensuada la crueldad y destrucción de la violencia ejercida a gran escala.
La última semana del año que recién terminó el Congreso de la República aprobó una nueva ley de Amnistía e Indulto, esta vez en cumplimiento de lo que se acordó con las Farc para iniciar su proceso de desarme y reincorporación a la civilidad. De inmediato recibió sanción presidencial y quedó formalizada como ley 1820 del 30 de diciembre de 2016.
En 61 artículos con una redacción que traerá muchos problemas de interpretación jurídica, como lo advirtió en su momento Human Rights Watch, se da alcance a las cláusulas del Acuerdo Final de Paz, y se reconocen los límites que fija el derecho internacional penal, que impiden amnistías o indultos para ciertos delitos.
Los guerrilleros de las Farc que se desmovilicen, o los que estén cumpliendo penas de prisión, se verán beneficiados con esta amnistía, aplicable para delitos políticos (rebelión, sedición, asonada, conspiración, y un extenso listado) y los delitos conexos.
Entre los delitos conexos que permitirán la amnistía e indulto se incluyen “aquellas conductas dirigidas a financiar el desarrollo de la rebelión”, siempre y cuando no hubiesen sido cometidas con afán de lucro personal. Las partes han entendido que aquí se incluye el narcotráfico. El Gobierno tendrá qué explicar, no solo a los colombianos si no a la comunidad internacional, qué va a pasar con lo dispuesto en la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas, de 1988 y de la cual Colombia es Estado parte (se incorporó a la legislación interna mediante ley 67 de 1993), que dispone de forma explícita en su artículo 3-10 que “los delitos tipificados [en esta Convención] no se considerarán como delitos fiscales o como delitos políticos ni como delitos políticamente motivados”. Al aprobar esta Convención, Colombia no manifestó reserva sobre este mandato.
Sí es concreta esta nueva ley de amnistía en excluir de su vigencia los delitos de lesa humanidad, genocidio, graves crímenes de guerra, y otros como privación grave de la libertad, reclutamiento de menores, violencia sexual, desaparición forzada y desplazamiento forzado. Pero que no sean amnistiables no quiere decir que no sean susceptibles de los beneficios establecidos en la justicia transicional. Podrán cumplir las penas fuera de la cárcel, con “restricción efectiva de la libertad”.
Una ley de amnistía e indulto es una de las mayores muestras de voluntad política de la institucionalidad y sus poderes públicos para lograr una paz “estable y duradera”. Es un beneficio excepcional (en cuanto fuera de lo legalmente ordinario), que requiere una respuesta y compromiso de los destinatarios en su actitud frente a una sociedad que espera que por lo menos cesen la violencia y la criminalidad.