El miércoles por la noche, una operación de comandos de Estados Unidos causó la muerte del líder del Estado Islámico (Isis), Abu Ibrahim al Hashimi al Qurashi. La historia se repite. El 27 de octubre de 2019, Abu Bakr al Bagdadi, el entonces líder de Isis, murió al hacer explotar una bomba suicida durante una operación estadounidense. Donald Trump ordenó esa primera operación; el presidente Joe Biden, la actual. El resultado es el mismo: el supuesto fin de Isis.
El Estado Islámico, que controla un territorio del tamaño de Gran Bretaña en la frontera entre Siria y Irak, no es tan poderoso como antes. No hay un final de Isis. La prisión en Siria es un ejemplo del fracaso. Solo es cuestión de tiempo para otra rebelión. Es una región ingobernable.
Abu Ibrahim al Hashimi al Qurashi murió en la provincia de Idlib —en poder de los rebeldes—, donde los estadounidenses cazaron hace dos años a su predecesor, Abu Bakr al Bagdadi, a cierta distancia de los principales sitios del este de Siria e Irak donde el grupo impuso un “califato” en enormes extensiones de territorio.
Veterano de las milicias desde la invasión de Irak por Estados Unidos en 2003, tomó el nombre de Abu Ibrahim al Hashimi al Qurashi al asumir el mando del grupo tras la muerte de al Bagdadi en la incursión de octubre de 2019. Le correspondió la tarea de reagrupar los restos de la milicia tras la caída de su califato y su pase a la clandestinidad para librar una insurgencia en Irak y Siria.
Qurashi se había visto forzado a vivir en la sombra, en un liderazgo sin visibilidad para eludir, hasta ahora, el punto de mira de los aliados. Tras años de emboscadas de bajo nivel, los milicianos de Isis habían comenzado a perpetrar ataques más audaces y de mayor repercusión. El mes pasado atacaron una prisión en el noreste de Siria para liberar a sus camaradas encarcelados, lo que ocasionó una batalla de diez días con las fuerzas kurdas que dejó un saldo de quinientos muertos.
El hecho de que al asumir como “califa” del Estado Islámico tomara el apodo de al Qurashi indica que él, como su predecesor, se consideraba emparentado con la tribu del profeta Mahoma. Tal como al Bagdadi —muerto en la aldea de Barisha, a unos veinticuatro kilómetros de distancia—, al Qurashi pasó sus últimos días en la provincia de Idlib, una zona en poder de grupos insurgentes hostiles al grupo extremista.
Qurashi aún mantenía el respeto en los círculos yihadistas y era visto como inteligente y capaz de pensar estratégicamente. Capturado a finales de 2007, pasó meses en un campo de detención estadounidense en Irak. Lo describen como hablador y cooperativo.
Biden dijo que Qurashi era responsable de los recientes ataques en Siria y era el motor de la estrategia del Estado Islámico contra la gente yazidi en Irak en 2014. “La operación tomó a un terrorista mayor, líder del campo de batalla, y mandó un mensaje fuerte a los terroristas en el mundo. Iremos por ustedes y los encontramos otra vez”, remató el presidente.
Sin duda, es una noticia positiva. El Estado Islámico es una organización terrorista que hay que combatir. No hay campo de negociación. En los próximos meses, estará confundida mientras escoge a su sucesor. El problema es que vive como idea y no muere con su líder. Ese es el desafío de luchar contra el terrorismo, en particular el religioso. Hay que combatirlo todos los días sin un final claro. La presencia de tropas estadounidenses se vuelve obligatoria. Sin la intervención de Estados Unidos, el Estado Islámico crecería exponencialmente. Pero esta idea no tiene apoyo en Washington, paradójicamente.
El presidente Biden es impopular y eso hace muy difícil coordinar una respuesta unificada contra el terrorismo. El Estado Islámico perdió una batalla, pero en la guerra todavía es fuerte