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El virus del odio

Para inyectar el virus del odio solo se necesita que un líder sin moral designe a sus antiguos vecinos como sus enemigos.

14 de abril de 2022
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Siempre se ha dicho que la Semana Santa es tiempo de reflexión y recogimiento. La idea sigue en pie sobre todo ahora después de una pandemia como la que acabamos de vivir que nos expuso frente a la descarnada realidad de lo fácil que se esfuma la vida.

Si algún tema amerita una reflexión en este contexto de jueves santo, en particular en este muy complicado 2022, es tal vez el del odio. La humanidad está viendo con cierto espanto cómo, cada vez se propaga con mayor facilidad y se banaliza hasta el extremo este sentimiento.

Hace apenas 10 días el mundo se enteró aterrado de su más reciente manifestación: la masacre de Bucha. Los reporteros aún siguen narrando cómo mientras entraban en la ciudad, a 25 kilómetros de Kiev, iban encontrando los cadáveres tirados en la calle. Los primeros que entraron vieron al menos 20 hombres con sus rostros estrellados contra el pavimento. Algunos tenían disparos en la sien. Otros habían sido atropellados por tanques. A una profesora jubilada, Lyuda, le dispararon cuando abría la puerta de su casa, y su cuerpo quedó semanas atravesado en la entrada. Su hermana menor, Nina, que tenía una discapacidad mental y vivía con ella, estaba muerta en el suelo de la cocina. Así han encontrado los cuerpos de 410 civiles en los alrededores de Kiev.

El canciller de Ucrania imploró a los científicos estudiar los efectos de la propaganda rusa que propaga el odio: “Bucha no se hizo en un día. Durante muchos años, las élites políticas rusas y la propaganda incitaron al odio y prepararon el terreno para estas atrocidades”, escribió.

Y en efecto, Putin descubrió el botón para activar el odio. Creó una narrativa: comenzó a denominarlos ‘nazis’. Y la narrativa la alimentó y la utilizó cada que pudo para irla instalando en el corazón del pueblo ruso. Desde hace dos años, por ejemplo, comenzó a alentar el nacionalismo, y empezó a poner la palabra ‘nazis’ en la agenda pública, diciendo que les iba a “tapar la boca” a quienes intentan reescribir la historia sobre el papel de Rusia contra el nazismo. Ahora, cada que lanza un ataque contra Ucrania, un misil o un destacamento militar, le asegura a su pueblo que los está liberando de los ‘nazis’ que gobiernan Ucrania. La popularidad de Putin, según una reciente encuesta, ha subido de 63 a 83% gracias a la propaganda del odio.

Porque otra mala noticia es que los científicos han descubierto que vende más el odio que el amor. Los sentimientos negativos: la rabia, la indignación, el odio, son la fórmula más efectiva para movilizar a la gente. Por eso se han puesto también tan de moda los activistas que suelen hacer creer que todo está mal. La indignación activa un mecanismo muy profundo de la mente humana.

Y también les dijo Putin a los rusos esta misma semana, que las noticias sobre la masacre de Bucha son falsas. Sin importarle los cientos de fotos y de testimonios de diferentes reporteros de prestigio en el mundo que lo atestiguan.

El experimentado corresponsal del New York Times, Roger Cohen, comparaba el caso de Putin con el de Milosevic, ambos autores de las más grandes masacres vistas en Europa en el último cuarto de siglo. Le preguntaron cuál era la lección que quedaba de Bosnia y Ucrania y el respondió con una frase contundente: “que lo impensable puede suceder”. La gente que produjo las peores masacres en Bosnia, antes de que se mataran entre ellos, eran vecinos. Eran amigos. No exigió mucho esfuerzo inyectarles el virus del odio. Solo se necesita que un líder sin moral designe a sus antiguos vecinos como sus enemigos, arme una narrativa consistente, para que cualquiera dispare el primer proyectil.

Y lo dicho aplica para Bosnia y para Ucrania. Pero también aplica para cualquier otro país: el odio trató de quebrar a Estados Unidos, o puede pasar en Colombia, por ejemplo. Sobre todo en estos tiempos en los que cualquier persona, enceguecida por ganar ya sea más puntos en las encuestas o más votos, crea su narrativa de odio.

El odio siempre ha existido. Y gracias a él se han escrito los más trágicos capítulos de la historia. El problema ahora es que los sesgos cognitivos (o prejuicios) elevados a la ene potencia por un mecanismo tan efectivo como el de las redes sociales, convierten al odio en una nueva máquina de guerra de la que hoy todavía no se conocen sus alcances. No es exagerado decir que cualquiera tiene en sus dedos la posibilidad de hundir el botón de una pequeña bomba nuclear.

Y lo peor es que el odio, está probado, es muy contagioso. Tanto o más que el Covid. De manera que llegó el momento de que tanto quienes deciden liderar a las sociedades como cada ciudadano entendamos qué papel jugar en esta nueva dinámica social. Países como Reino Unido y España están sancionando duramente los delitos de odio. ¿Qué estamos haciendo en Colombia?

“La respuesta no puede quedar relegada a los políticos. Todos somos responsables de luchar contra todas las formas cotidianas de desprecio y denigración. La democracia solo es posible si tenemos el valor de enfrentarnos al odio”, decía hace unos días la escritora y filósofa alemana Carolin Emcke.

Podríamos empezar, ya que estamos en Semana Santa, por incorporar nuevos mandatos a nuestros mandamientos personales. No provocar odio, por ejemplo .

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