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Álvaro Gómez Hurtado

Veinte años de ausencia del líder conservador pesan en la historia de un país agobiado por la impunidad y por la fragilidad de sus instituciones. Cuánta falta ha hecho su magisterio político y moral.

01 de noviembre de 2015
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Infográfico
Álvaro Gómez Hurtado

Esta semana que comienza obliga a Colombia a mirarse cara a cara con su historia más dolorosa. No es el nuestro un país que estime las enseñanzas históricas ni que aproveche las lecciones derivadas de sus peores acontecimientos. El próximo viernes 6 de noviembre se cumplen 30 años del asalto violento al Palacio de Justicia por parte de la guerrilla M-19, cumpliendo un mandato pagado por el narcotráfico. Y mañana lunes se conmemoran los 20 años del asesinato del líder conservador Álvaro Gómez Hurtado.

Los jóvenes que votaron por primera vez en las elecciones de hace una semana apenas daban sus primeros pasos cuando mataron a Álvaro Gómez y a su conductor, José Huertas, al salir de la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá, donde el estadista dictaba clases de Historia Política Colombiana. Seis años antes, en 1989, el narcotráfico, coludido con políticos y miembros de la fuerza pública, asesinó al líder liberal Luis Carlos Galán. Los jóvenes a los que hacemos referencia no han tenido oportunidad de conocer en su país a líderes políticos de esa talla moral e intelectual.

Lo que ha venido luego de la desaparición de estos dos grandes hombres ha sido una política muy alejada de la amplia visión de Gómez Hurtado sobre lo que concebía como un verdadero servicio público, con gran altura de objetivos. Decía Gómez en 1970, en Antioquia: “Me rebelo contra quienes creen que hay momentos en que es preciso que la política se haga sola. Esos períodos de abandono suelen ser fatales. Lo que en ese lapso se pierde es irrecuperable. Si no la hace, la política termina por subyugar al hombre e imponerle un destino que hubiera podido no ser irrevocable”. Cuánta falta hace un Álvaro Gómez en momentos en que se negocia la institucionalidad con una minoría violenta, cuando el Congreso se alista mansamente a declinar sus funciones para complacer las exigencias del grupo que en una mesa logró mucho más de lo que pudo con las armas y las bombas.

La trayectoria vital de Álvaro Gómez coincidió con la difícil historia política colombiana del siglo XX. Su padre fue el líder conservador y presidente Laureano Gómez. Esa herencia le fue cobrada siempre en las urnas. Tres veces candidato presidencial (1974, 1986 y 1990), pocos aspirantes a la Presidencia han tenido programas electorales más sólidos y bien estructurados. No llegó a la Presidencia, pero sí pudo ejercer un inigualado magisterio moral, entre otras cosas desde su tribuna periodística. Quienes asesinaron a Gómez Hurtado no solo acabaron con un estadista, sino con uno de los más formidables editorialistas de la prensa continental.

Padeció la violencia en carne propia. En 1988 fue víctima de un cruel secuestro por parte del M-19. Para arrebatarlo de la libertad fue asesinado a sangre fría su escolta Juan de Dios Hidalgo. Gómez Hurtado se encontraría luego con sus carceleros, los mismos que lo tuvieron encerrado en un cuarto oscuro durante meses, en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Allí fue copresidente, junto con uno de los cerebros de su secuestro. Su actitud y entereza fue impecable. Dio una lección de dignidad política y personal como pocas en la historia de este país.

La justicia no ha podido esclarecer su magnicidio. Constituye un fracaso institucional vergonzoso. Se ha dicho que Álvaro Gómez fue víctima de un crimen de Estado. No ha habido quién tenga voluntad de investigarlo. Veinte años han pasado y en mucho habría que partir de cero. El político e intelectual que mejor dibujó el panorama de un país sin justicia ha padecido después de muerto la desoladora realidad que vislumbró en sus ensayos y en la cátedra universitaria. Y nada presagia que eso vaya a mejorar.

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