Pasado mañana son las elecciones presidenciales en Estados Unidos, y el mundo entero, esta vez con mayores razones que siempre, permanece a la expectativa de la decisión electoral. Ninguna otra elección concita tanto interés mundial, por obvias razones. Países grandes o pequeños se ven afectados por la decisión de los colegios electorales estadounidenses. Es mucho lo que se juega en la definición de quién será el que va a dirigir la todavía mayor superpotencia del planeta.
La suma del voto popular puede no coincidir con la decisión final de los colegios estatales, una de las particularidades de su sistema electoral. En 2000 Albert Gore tuvo más votos que George W. Bush y en 2016 Hillary Clinton bastantes más que Donald Trump. En ambos casos la suma de los colegios electorales dio el triunfo a los republicanos. Gore impugnó ante los tribunales, que dijeron que Bush era el presidente. Tanto Gore como Clinton –que no activó litigio– aceptaron los veredictos finales. Y es eso, el gesto de aceptar serena y democráticamente el resultado, así la diferencia sea estrecha, la gran duda que se cierne sobre el sistema político de Estados Unidos actualmente. Nadie sabe, porque el protagonista no ha hecho sino sembrar dudas, si el presidente y candidato Donald Trump aceptaría no solo un triunfo de su contrincante, sino si abandonará pacíficamente la Casa Blanca.
La obsesión con las encuestas ha marcado récords en esta ocasión. Y a la vez, todos los analistas piden mesura, prudencia y cuidado de no incurrir en anticipos que los hechos pueden desmentir rotundamente. Dar por cantada una victoria de uno u otro es un gran error. Organizaciones del partido republicano han dicho, además, que tienen toda una infraestructura legal preparada para litigar ante los tribunales si hay un resultado adverso para ellos que les genere opciones de impugnación.
Una cosa es la finalidad del voto de cada ciudadano estadounidense, que sufraga atendiendo razones nacionales y mayormente locales, y otra la visión del resto del mundo según –también– sus propios intereses. Para Estados Unidos esta ocasión es la opción de recomponer los pedazos de una ruptura social que ha fragmentado múltiples niveles de convivencia y unión alrededor de propósitos nacionales. Y para el resto del mundo, recuperar a un aliado en un mundo multilateral, que requiere liderazgos y no confrontación en asuntos vitales como la protección ecológica, ambiental, comercial y tecnológica.
El partido republicano y sus organizaciones afines, muy influyentes y bien financiadas, han cerrado filas alrededor de Donald Trump. Las disidencias que hace cuatro años afloraron fueron aisladas y en esta campaña fueron apenas visibles. El partido demócrata se la jugó con Joseph Biden, quien ha dicho que solo sería presidente por un mandato, atendiendo su avanzada edad. Sea quien sea el ganador, sería el cierre de una generación, y la renovación de liderazgos queda pendiente para 2024. La pregunta de por qué los partidos no apostaron por representantes más contemporáneos, en un país con tal magnitud de riqueza de talento, queda abierta.
Estos últimos han sido cuatro años llenos de sobresaltos, de vaivenes, políticas erráticas, incluso vulgaridad en el ejercicio de la presidencia. Las instituciones, no obstante, siguen siendo fuertes, resisten y reivindican las mejores tradiciones establecidas por los padres fundadores. El temor que asalta a buena parte del mundo es si esa resistencia aguanta otros cuatro años de desafueros e irresponsabilidad en el mando del poder Ejecutivo.
