Samuel Castro
Editor Ochoymedio.info.
Twitter: @samuelescritor
En una escena casi al final de Atómica de David Leitch, un viejo televisor muestra a un presentador de noticias anunciando un informe acerca del sampleo, preguntándose si ese ejercicio de “tomar prestadas” secuencias de alguna canción y acomodarlas en otra era un homenaje, o un nombre alternativo para el plagio. Ese momento chiquito se convierte en el fragmento más autoconsciente de la película, pues es como si al final el director y los productores nos interrogaran: ¿Piensan que nos quedó bien la mezcla o nos pasamos en los sampleos?
Hay que decir que la mezcla funciona muy bien, pero no es particularmente memorable. Atómica nos presenta a una criatura feroz, una combinación de pelo rubio (casi blanco) y gafas oscuras, diseñada para volverse icónica (o para posibles secuelas), en la figura perfecta de Charlize Theron, que aquí es Lorraine Broughton, una agente de la inteligencia británica a quien le asignan la misión de ir a Berlín en la víspera de la caída del muro, para intentar recuperar una lista de agentes secretos cuya divulgación postergaría varios años el final de la Guerra Fría. Dicho así suena incluso coherente, pero es justamente en el armado de esa trama donde residen casi todos los problemas de la película, pues nunca acabamos de comprender las motivaciones de los personajes, ni sus cambios de temperamento, ni qué lugar ocupan en ese álbum de traidores que son siempre las películas de espías. Tampoco contribuye a la tensión dramática el recurso narrativo de alternar entre la historia que ocurre en Berlín y un interrogatorio posterior al que se somete Broughton, porque el desbalance es muy notorio: ni una sola de las frases de la sala de interrogación logra tener la misma intensidad que la patada más leve que Broughton asesta. Ni siquiera la presencia de John Goodman logra que esa parte de la película valga la pena.
Hay que reconocer, por supuesto, los sampleos bien escogidos. Es refrescante que a un personaje femenino se le permitan los mismos comportamientos “negativos” que han tenido cientos de agentes secretos encarnados por hombres. Broughton hace estupideces, es promiscua, cuasi alcohólica, y cada dos por tres se está quitando la ropa para curarse las heridas o cambiarse de atuendo. Puede que haya una explotación de la belleza de Theron, pero es una explotación consciente (ella también es productora del proyecto), casi que una declaración de libertad. La banda sonora está hecha con cuidado de repostería para tocar las fibras nostálgicas del público —aunque podrían haber escogido una canción de David Bowie que no fuera la que usó Tarantino en Inglorious basterds — y las secuencias de pelea, lo mejor de la película, poseen ritmo e ingenio sin que se sientan muy coreografiadas.
Llegará el día en que nos cansaremos de ver a Charlize Theron dando puños y poniéndose furiosa. Por ahora, cuando ese momento todavía parece lejano, sigamos disfrutando de su acto, aunque esta canción no sea más que un sampleo estilizado.