En medio de la atosigante cartelera de vacaciones, en la que la gran mayoría de títulos que la componen parecen pensados para gente menor de 20 años o para personas con desorden de atención, es una alternativa refrescante contar con una película como París puede esperar, para la que no quedaría fuera de lugar colgar a la entrada un letrero que diga: “Adolescentes, abstenerse”. Y no estaría fuera de lugar porque la primera cinta argumental de Eleanor Coppola, estrenada el año pasado en el Festival de Cine de Toronto, es cualquier cosa menos una película escrita para un espectador joven. Sus protagonistas son mayores de cincuenta años y sus temas son ideas propias de la madurez, como el hastío del matrimonio, la certeza de ser o no feliz, y la fortuna de estar vivos y aprovechar lo que el mundo nos regala.
La protagonista de la historia, Anne, que estaba en Cannes acompañando a su esposo, Michael, un reconocido productor de cine, decide no acompañarlo a su siguiente parada de trabajo y aceptar ir por tierra a París, viajando en el carro que maneja Jacques, un viejo compañero de negocios de su marido. Apenas iniciado el recorrido, nos damos cuenta de que el viaje durará mucho más de lo previsto pues Jacques, sin ocultar en ningún momento su admiración por Anne (la siempre hermosa Diane Lane), quiere mostrarle todo lo bello que hay en el camino, ya sea el restaurante más exclusivo de un pueblito, un paraje perfecto para un picnic o un acueducto romano de más de dos mil años de antigüedad. En algún momento percibimos que todo aquello no es casual y hay una clara intención de conquista. Esa seducción sutil permanente y la aceptación silenciosa del flirteo por parte de Anne, como una forma de recordarse que está viva, es lo que hace tan agradable la experiencia de ver París puede esperar.
Es imposible no pensar en su carácter autobiográfico, pues Eleanor, la guionista y directora, no oculta que Anne es su álter ego. Ella también ha cargado media vida con la tarea de ser la esposa de Francis Ford Coppola, quien en algún momento fue uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Como Eleanor, Anne sabe de tejidos y vestuario (fue la especialización de la directora cuando era una joven artista) y comparte también una tragedia familiar revelada en el único momento doloroso de esta historia que, a riesgo de parecer ingenua, se decanta por una visión optimista de la vida (otro refresco en esta época en que el cine de autor que no es cruel luce sospechoso) y se deleita con sus placeres simples: los detalles de todo tipo de objetos que capta Anne con una cámara digital de aficionada, los vinos franceses de los que Jacques sabe muchísimo, el olor de las rosas y las distintas variaciones del chocolate. Dicho así, parecería una película empalagosa, pero la alegre levedad de la historia y la ternura con la que trata la guionista a sus personajes, hacen de París puede esperar todo lo contrario. El equivalente cinéfilo a quedarse viendo el atardecer en buena compañía.