Una de las sensaciones más raras que produce ver cine latinoamericano realista o anclado en la actualidad de nuestras sociedades, tal vez sea esa extrañeza que muchos cargamos durante toda la película. Una extrañeza que es consecuencia de percibir un montón de elementos que creíamos particulares de cada uno de nuestros países plasmados, con apenas unas pocas diferencias, en las historias que nos relatan desde otros territorios, lo que nos obliga a abandonar ese lugar común de la singularidad: “esas cosas sólo pasan en Colombia”, “tenía que ser un argentino el que dijera eso”.
“Chicuarotes”, el segundo largometraje que dirige el mexicano Gael García Bernal, que se puede ver desde el viernes pasado en Netflix, es un buen ejemplo de lo que digo: estos dos muchachos, el “Cagalera” y el “Moloteco”, que nos presentan en la primera escena disfrazados de payasos pidiendo limosna en un bus, y luego, ante los malos resultados, atracándolo, podrían ser de cualquier ciudad de tamaño mediano en nuestro subcontinente. Sus desdichas, que seguiremos conociendo, son las mismas. Sus ilusiones, más que parecidas.
La sensación que les contaba se intensifica con el transcurrir de la trama. Aunque la acción se desarrolle en San Gregorio Atlapulco y por eso adopte en el título la palabra con la que el resto de los mexicanos suele referirse a sus habitantes, Cagalera y Moloteco son iguales a millones de muchachos que han crecido demasiado rápido debido a la escasez de oportunidades y a un entorno que les pone las cosas muy duras: familias donde la violencia intrafamiliar y el maltrato llenan de miedo el aire; calles donde la agresión entre vecinos es constante; barrios que se enfrentan entre sí por fronteras invisibles.
De todas las denuncias que habitan la trama de “Chicuarotes”, no todas desarrolladas con igual tino por el guion de Augusto Mendoza, tal vez la más impresionante sea la que tiene que ver con los personajes femeninos de la historia. Tanto la mamá del Cagalera, interpretada de forma estupenda por Dolores Heredia, como su hermana y su novia, terminan pagando a golpes y con crueldad la estupidez de sus parejas masculinas. Incluso podríamos decir que una de esas violencias es la decisión más desafortunada y arriesgada de la historia, lo que emparenta todavía más a “Chicuarotes” con una película colombiana, “Como el gato y el ratón” de Rodrigo Triana, pues en ambas el espectador se sentirá traicionado cuando el protagonista, que hasta ese momento se había ganado su aprecio, se convierte en la encarnación del machismo rampante y abusivo que, por desgracia, también es característica común en Latinoamérica.
Sin embargo, en “Chicuarotes” la traición es menor, porque ninguna de las mujeres aceptará el maltrato, todas se rebelarán de distintas formas, y los hombres recibirán un castigo. Puede que sea menor al que se merecen pero puede que dentro de pocos años, otras películas en que nos veamos reflejados los latinoamericanos, logren contar una realidad en que las culpas y los castigos estén mejor repartidos.