Por primera vez, en la globalización y posguerra fría, Estados Unidos tiene un candidato verdaderamente independiente que, aunque llega con la nominación del Partido Republicano, no encaja en ninguno de los dos grandes partidos. La desautorización expresa de algunos de los líderes más representativos del partido habla de un rompimiento y de que no tiene mucho que ver con el mismo.
Eso tiene tres efectos en la campaña y en la forma en que se ha llevado a cabo: 1. Refleja un Estados Unidos polarizado y cansado de la política tradicional de los partidos. 2. Muestra la presencia histórica en EE.UU. del “hombre hecho a sí mismo”, empresario, que acumula méritos y que se plantea ser presidente sin haber hecho una carrera política. 3. El resurgimiento de una derecha extrema en Estados Unidos, como el Frente Nacional en Francia, el Partido por la Independencia en Reino Unido, en Holanda, en Dinamarca... Avanzó en Europa y ahora se mezcla en Estados Unidos con el nacionalismo, las reformas migratorias y el islam radical.
El tono de la campaña es preocupante, pero es el reflejo del fenómeno global del populismo y la demagogia. Ello implica dosis de maniqueísmo, de confundir debates con agresiones e insultos. Se rompen las reglas de la retórica política con la llegada de personas que no hicieron carrera en los partidos, pero capaces de ganar adeptos.